Hace 20 años Roberto Fontanarrosa publicó Usted no me lo va a creer. Como adelanto del libro, Página/12 ofreció por entonces a sus lectores el relato titulado «Palabras Iniciales», cuyo indeleble comienzo advertía: «Puto el que lee esto». El diario lo presentó como un «extraño y deslumbrante tratado de teoría literaria»1, aunque el autor declaró más de una vez que era ficción, que no expresaba su pensamiento sobre el tema (ya veremos cuál), si bien podía compartir algunas de las ideas que ahí aparecen.
A nosotros, las intenciones y los gustos de los autores de ficción nos importan poco. Si una lectura se sostiene en la letra del texto, suficiente. En esto somos como los formalistas rusos. Pero también nos interesan cosas que a los muchachos del Círculo Lingüístico de Moscú (por causas históricas razonables) no les interesaban.
Por ejemplo, leemos en «Palabras iniciales» que Fontanarrosa supo escuchar –escuchar finamente era una de sus mayores virtudes– las fuerzas motrices que obraban, imperceptibles y fatales, como los insectos en el pasto al comienzo de Terciopelo Azul, de David Lynch. Fuerzas que hormigueaban acumulando tensiones y que se desencandenarían en una reacción espectacular, a la vista de todos, pocos años después, empujando la vida social a un modo violento y exasperado de expresión. Leamos, por favor, el texto completo para entender a qué nos referimos:
«Puto el que lee esto.»
Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora. Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. «Puto el que lee esto», y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…» Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf… el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. «Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos.» Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. «Puto el que lee esto.» Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
«Es un golpe bajo», dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor –les contesto–, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: «Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción», no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. «Me voy, me muero, cagué la fruta –podría ser el postrer anhelo–. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches.» Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros –le advierten–, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
«Puto el que lee esto.»
John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: «Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia». Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: «Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola».
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. «Puto el que lee esto.» Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.
Tres cosas se destacan en este monólogo: 1, la necesidad de vender; 2, lo ineptas que son para lograr este negocio, en apariencia tan elemental, la erudición y la belleza; y 3, la soberbia eficacia conjunta del escándalo y la provocación para lograrlo.
El narrador enumera con desprecio a escritores consagrados de corrientes disímiles y contrapuestas, exhibiendo que no se trata de un desprecio relativo al estilo, la escuela o la estética de cada uno de ellos. El problema es extra-literario, la causa del desprecio no estriba en el contenido artístico, en el valor de uso del producto.
También queda expuesto que él, el narrador, que es escritor, no está enfrentado a los otros escritores, a los otros sujetos, directamente (por eso es que inclusive los muertos pueden ser un problema) sino a las obras de los otros escritores, a los objetos, a las cosas. Y no por el contenido de esas obras sino en razón de su forma inexorable en la sociedad capitalista: la forma mercancía. «El libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse». Libros amontonados para ser vendidos, libros compitiendo entre sí, despojados de la complejidad de sus autores: relaciones cosificadas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas, es decir, fetichismo de la mercancía.
Allí, en el escaparate, en la mesa, en la vidriera, no hay mucho tiempo. Todo es fugaz, efímero, volátil. Se trata de la disponibilidad y la eventualidad como valores supremos del ejercicio de compra-venta: la mercancía tiene que hallarse disponible para que eventualmente se produzca ese encuentro, ese acontecimiento imprevisible del intercambio (el salto mortal de la mercancía, decía Marx). «Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado». Las cuatro palabras (Puto el que lee) ocupan todo el tiempo concedido para la elección. Lo mismo que sucede con la música y sus plataformas: se han recortado las intros y se pasa directamente al segmento más pegadizo en la certeza de que pocos son los segundos concedidos a la escucha. Así se eligen las series que se van a producir: los representantes de Amazon, Netflix, Flow, HBO, Disney… se sientan y pasan ante sus ojos (y oídos) decenas de «creadores de contenido» con unos pocos minutos para convencer a las productoras de que inviertan en sus proyectos. Y en esto no hay maldad ni plan deliberado, sino las variables del capitalismo actuando como siempre: hacia la baja del costo unitario y hacia la economía de escala.
Pero eso ya lo hemos tratado. Lo que nos interesa destacar del texto de Fontanarrosa es que anticipa cómo, a medida que diferentes segmentos de la vida humana, del lazo social, se sumerjen bajo esta lógica, la construcción profunda y compleja (y costosa) de esos lazos sociales se ve desplazada. Advierte cómo nos vemos empujados a emular el ánimo agresivo, triunfante, en expansión y cada vez más presente, de la lógica de la mercancía. La estridencia y la unilateralidad son recursos privilegiados del marketing publicitario, indispensables para aprovechar los pocos segundos concedidos por la atención (en las últimas décadas, mundialmente menguante). Las relaciones humanas desplegadas y atrapadas a través de medios creados para la publicidad y la venta, se adaptan a ellos. «Pumba y a la lona. Paf… el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo».
La intervención en las redes busca, incansablemente, reacciones, repercusión inmediata, respuesta ya. Para eso necesita hacerse notar mediante la desmesura, impostando agresividad, exagerando pavadas. Reina la mejor impostura de una felicidad exagerada o un padecimiento sin límite. Gana «lectores» el pronunciamiento de opiniones tan categóricas que impiden cualquier diálogo. O bien el agravio a las de los otros, con el mismo desprecio extremista. «El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado». No es que la red social invada la privacidad. La privacidad desaparece al estar expuesta en una vidriera y en oferta para todos.
La mediación tecnológica pone entre paréntesis uno de los disuasivos de la guerra de todos contra todos: el temor a la inmediata represalia consecuente. Tener una pantalla como escudo aleja la presencia corporal y la posibilidad de revancha con pérdida de piezas dentales. Es el modo en que funciona el mercado: con una relación entre productos que eluden y opacan el lazo con los productores y creadores humanos. O sea, lo dicho: fetichismo de la mercancía.
Y como este mecanismo obedece a una lógica social ciega y prepotente, nadie en forma individual (o minoritaria) puede resistirse con éxito. Este mecanismo cuenta, además, con la ayuda inestimable de los políticos burgueses, quienes también han virado sus campañas electorales al modo mercantil. No sólo se venden como productos, sino que privilegian estos medios propios de la publicidad más anónima y global.
No hay que culpar a Milei. Seis años atrás, Cristina Fernández de Kirchner anunció la fórmula del partido del peronismo (la festejada fórmula Fernández-Fernández) a través de un tuit personal, colaborando así con la disolución institucional y la desburocratización, como si fuera una suerte de Szturzeneger de la comunicación social. Milei apenas mejoró lo que el kirchnerismo supo iniciar, al igual que ocurrió con los ataques a la prensa.
Ocurre que esta ficción, este hechizo de que son las cosas las que se relacionan entre sí (sean productos físicos, expresiones públicas de lo que debería ser íntimo o agresiones desmedidas), a veces fracasa: rompe la vidriera, salta el mostrador y golpea a los vendedores. Y éstos siempre se muestran violentados y sorprendidos, porque realmente creen tener un pacto de convivencia, un contrato social, en el mercado.
La deshumanización creciente no es un giro novedoso. Es lo mismo que el capitalismo ha desplegado desde que surgió, sólo que llevado a niveles de espanto. Como no podía ser de otra manera. No es ahora cuando pasan cosas, sino ahora cuando esas cosas adquieren niveles insoportables. Sin cambiar la lógica que lo produce, cualquier retroceso parcial es únicamente la posibilidad renovada para un relanzamiento más feroz de la deshumanización de la vida común.
Esta regularidad social, que implica el avance de los modos mercantiles, nos pone a todos nosotros en la situación del libro imaginado por el texto de Fontanarrosa: intentando llamar la atención de manera estridente. En un mundo dominado por la lógica del capitalismo, todos somos, en mayor o menor medida, ese libro solitario, desesperado y agresivo:
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros –le advierten–, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
La salida no consiste en enseñar una educación que genere buenos modales. Tampoco en adecuarnos a vivir en una guerra perpetua. Son dos imposibles. La salida es terminar con un sistema que no puede evitar producir una vida crecientemente de mierda.
NOTAS:
1 «Palabras iniciales», suplemento Radar Libros, Página/12, 20 de abril de 2003.