¿Pensar como Norman Bates o como Sarah Connor? Presentación del libro HISTORIA DE LOS TRABAJADORES DEL FÚTBOL (por Ricardo Maldonado)

Les pido que me acepten comenzar con una anécdota.

Años atrás, los domingos a la mañana, salía de mi casa con la bicicleta y vestido para jugar a la pelota. Encaraba hacia la zona de Canal 7 y, desde allí, seguía por Figueroa Alcorta hacia el norte, parando cuando veía un grupo preparándose para iniciar un partido de fútbol, preguntando si les faltaba alguno para ser pares y, siempre, consiguiendo jugar.

En esta anécdota se resume mucho de lo que nos permitirá hoy definir al fútbol: nadie me conocía en esos grupos, pero les faltaba uno. Anonimato y cantidad: esas son dos características del capitalismo y son, claro, dos características básicas del deporte moderno. Nadie me conocía. Ni yo a ellos. Pero conocíamos mutuamente las reglas y la contabilidad.

El deporte moderno, el deporte tal como ha sido creado por la sociedad capitalista y desplegado en todo el planeta, el deporte que amamos y nos apasiona, surge de esa conjunción de anonimato, reglas comunes y mediciones compartidas. Nada parecido al fútbol existió antes de la mítica reunión en la que se instituyeron sus reglas. Y nada hay de casual en que eso haya acontecido en Londres, donde el capitalismo estaba más desarrollado: había trabajo asalariado, había tiempo libre (poco pero definido), había mercados, movimientos geográficos y encuentros con desconocidos.

El capitalismo

El fútbol nació cuando el juego, la diversión, pudo integrarse al modo de vida propio del capitalismo y expandirse al ritmo del sistema. En los países que eran (o habían sido) parte del Imperio Británico, se desarrollaron los juegos de carrera y bateo (del criquet al béisbol). En los que fueron modelados por el comercio, las mercancías y los trabajadores británicos, se afincó el fútbol. Una creación de la sociedad burguesa que los trabajadores disfrutamos y pretendemos seguir disfrutando. Pero que esta misma sociedad burguesa nos escatima poco a poco, en amplitud y en profundidad.

Aclaremos algo: cuando hablamos de capitalismo, de sociedad burguesa, los socialistas no nos referimos a una sociedad cuya clase dominante nos quita todo o nos quiere quitar todo. Esa versión simplona, cándida y moralista, embellece el verdadero funcionamiento del capitalismo, lo hace parecer otra cosa. El capitalismo no quiere TODO de nosotros, sino sólo –y ese «sólo» no significa «poco», sino que señala un límite– el excedente en esta sociedad, el plusvalor, el resto que queda después de pagarnos lo necesario para vivir.

Este normal funcionamiento de la sociedad burguesa implica las dos cosas: tanto la explotación como la reproducción de la vida de los trabajadores. No por bondad ni altruismo, sino por necesidad: hay que garantizar poder seguir explotando trabajadores durante toda su vida.

Los explotadores de esta sociedad no quieren quedarse con todo lo que hay. Quieren ampliar la capacidad de acumulación hasta el infinito. Y no quieren hacerlo limitándose a mantener en condiciones –o sea vivos– a los trabajadores, sino tomando de nosotros el saber e incorporándolo a las máquinas para que multipliquen la productividad y la acumulación. Por eso, porque esta sociedad, además de apropiarse de los medios productivos de manera privada, reemplaza –con esos medios– una parte creciente del trabajo humano para aumentar la productividad y la acumulación, por eso, se trata de una sociedad dinámica, cambiante y expansiva.

Dinámica, cambiante, expansiva… y en competencia permanente entre propietarios individuales, tan incapaces de lograr acuerdos prolongados como de evitar a largo plazo las colusiones. Por eso resulta imposible controlar las crisis o soslayarlas. Porque cuando se avecinan, en lugar de un pacto de supervivencia, se desata un frenesí competitivo: las crisis de sobreproducción. No hay crisis porque falta sino porque, cuando empieza a sobrar, cada actor económico quiere que sean los otros los que se queden afuera.

¿Qué queda entonces para los productores directos, nosotros, los trabajadores? La amenaza constante en la montaña rusa de las crisis. La reproducción de la vida cotidiana en condiciones normales, según tiempo y país, se ve amenazada porque la sociedad capitalista desprecia la estabilidad y la vida humana. Y la desprecia en favor de la valorización del valor, de la acumulación.

Las amenazas

Sabemos que estos argumentos son sólidos pero la existencia real del capitalismo parece mucho más sólida e inquebrantable. Para colmo, gran parte del mundo de la izquierda y el progresismo argumenta en su contra con una falsedad evidente: la célebre estupidez (y vamos a comenzar a hablar de fútbol) de que Nadie se salva solo. Tremenda mentira.

Hay quienes se salvan solos, claro que sí. Muchos se salvan de esta manera. El sistema de captación de las divisiones inferiores en Argentina (del que ya hablaremos) es similar al de Onlyfans para el sistema prostituyente; al de los pibes de la barra en la tribuna para el mundo del delito y el narcotráfico; al de los grupos de estudio para el esquema Ponzi de los intelectuales: funcionan porque alguno se salva. El enojo con Carlitos Tévez y su pasaje de «jugador del pueblo» a sólido burgués no es más que la frustración engendrada por la estupidez progresista. Sí: Tevez, el villero de Fuerte Apache; Di María, el hijo de un roñoso vendedor de carbón de Rosario; y muchos otros como ellos dos se han salvado, precisamente, gracias a los mecanismos de selección y competencia del capital. El problema no es que Nadie se salva solo, sino que la mayor parte de la sociedad no lo va a lograr.

El segundo problema es más grave: en la medida en que la mayor parte de la sociedad está condenada, los que logran salvarse experimentan la paradoja de ser cada vez más ricos viviendo vidas cada vez más pobres, en un mundo cada vez más miserable. La extensión creciente e irremisible de la queja por la inseguridad no es más que una expresión de esta contradicción sin salida: el que puede conducir una Ferrari tiene muy poco mundo donde usarla, y ese poco de mundo (las Smartcities) se encarece exponencialmente, dejando otro tendal de personas afuera.

Vuelvo a agradecerles por el afecto que fue, seguramente, lo que los trajo hasta aquí. Y voy a aprovecharme de él, de ese cariño, para hacer una presentación siniestra. No sólo una exposición por la sinistra, una presentación por izquierda. Sino siniestra en términos de Freud, que caracterizaba lo siniestro como ese efecto ominoso por el que lo más familiar se nos presenta como lo más desconocido.

Hay dos ideas centrales que motivan este libro y, también, esta presentación: nuestras pasiones, todas, están amenazadas por el capitalismo en su declive. Y estas pasiones son incapaces de cumplir la tarea de salvarse. Esto se une al motivo de la existencia de Vida y Socialismo: en tiempos adversos para las ideas socialistas es necesario, más que nunca, mantenernos activos en su difusión.

Las pasiones

Pasiones amenazadas. Nos referimos a pasiones para poder pensarlas desde el sentimiento que cada uno de nosotros experimenta con ellas. Pero desde el punto de vista colectivo, social, constituyen satisfacciones de necesidades humanas, satisfacciones del cuerpo.

Como seres sociales, miembros de estructuras sociales cambiantes, las satisfacciones se refieren a necesidades cambiantes y heterogéneas. Son las que permiten a la vida humana persistir. Se construyen en determinado marco social, no pueden preexistirlo más que en formas muy genéricas. Son una condición para que la sociedad pueda sostenerse y expandirse. En el capitalismo, la resolución de las satisfacciones de la amplia mayoría, que sólo puede sobrevivir vendiendo su fuerza de trabajo, es el
«combustible espiritual» del motor de la acumulación.

Para obtener un salario (en cualquiera de sus expresiones formales) tenemos que entregar un excedente: no está en los individuos modificar esa condición, que es la base del sistema capitalista. ¿Y qué nos entregan a cambio? Lo que necesitamos para reponer nuestra fuerza de trabajo. Y acá es necesario señalar algo crucial: ni todos los seres humanos somos iguales, ni las ramas productivas son idénticas, ni el cuerpo es puro músculo.

Arrojados a la vida prematuros, artesanalmente moldeados por nuestro entorno inmediato en los comienzos de nuestra existencia, somos integrados a la vida común mediante un tan complejo como singular sistema de juego, lenguaje, estimulación erótica y sostén material. Si todo eso funciona, un sujeto en parte consciente y en parte ignorante de su origen, andará por la vida. En esa ignorancia quedan marcadas y desconocidas las futuras pasiones. Esto que se le hará necesario y que supondrá libremente elegido es el tipo de territorio en el que el fútbol ha encontrado su lugar, su despliegue maravilloso. Y, también, las justificaciones para sus aristas más oscuras.

Toda pasión bordea esos territorios: de un lado lo vivificante, de otro lo mortífero. Nadie estuvo en ese proceso para contarlo, porque quien uno llega ser, el yo que relata la historia, es un efecto y no una condición de esos movimientos. Allí las marcas de la pasión ya están. Luego la vida seguirá marcándonos, cotidianamente, plagada de intercambios mercantiles, más que de ninguna otra cosa.

La pasión y la vida cotidiana se cruzan. Cuando un hincha le grita a un jugador «¡Te matamos el hambre!» expone la profundidad con que la cotidianidad capitalista se ha integrado en su mente: no grita como un desaforado, chilla como un burgués. Y de eso, como de otras expresiones similares, está repleto el fútbol.

Sin embargo, este libro es una defensa de las pasiones. Una defensa de las satisfacciones del cuerpo. En especial, las del fútbol. Y es un ataque a la idea romántica, irracional, de la identidad. Un mecanismo que idiotiza al deshacer las marcas sociales que explican por qué las cosas son como son. Por eso hay un tipo de historia que es tan necesaria como poco deseada por siniestra, por ominosa. El libro tiene 300 páginas que intentan desarrollar esa historia. Pero aquí podemos indicar algunas pistas.

Las contradicciones

Penúltimo rodeo. ¿Por qué el deporte en general, y el fútbol en particular, es tan exitoso? Porque brinda una combinación posible entre la belleza de la silenciosa combinación colectiva y la potencia de la feroz disputa agonística. Es el producto –por eso deseado– de esta tensión irresuelta e irresoluble.

Si hablar de fútbol se convirtió en una pasión tan importante como jugarlo o verlo, ello se debe a la inestabilidad de aquella tensión. Entre lo sublime y lo heroico se sitúa toda la humanidad que, en la mesa del café, discute de fútbol. Una tensión que podemos resumir en esta pregunta (que más de un lector se habrá hecho alguna vez): ¿Por qué siento admiración por el turro que nos acaba de meter un golazo? Esta contradicción únicamente es posible en una especie animal que no carga su conducta en los genes, sino en el cerebro. Y que puede hacerse preguntas sin respuestas categóricas.

En ese sentido, el debate Bilardo vs. Menotti es un signo de decadencia. Como si fuera posible limitar la realidad del fútbol a uno de esos términos, en vez de componer relaciones dialécticas entre ambos. Como si el Estudiantes campeón en los años 80 no hubiera jugado muy bien y con tres números diez. Como si Pelé no le hubiera roto el tabique a Messiano. Como si en la final del 78 los dos equipos que mejor habían jugado en el torneo no se hubieran cagado a patadas como impiadosos karatecas.

Lo que es disfrutable puede convertirse en un disgusto si se le liman las tensiones, la contradicción, los obstáculos, el recorrido. La satisfacción puede volverse insatisfactoria si se nos facilita la efímera inmediatez de lo adictivo. Una expresión de la pureza (un anhelo imposible) es exactamente eso: lo adictivo y mortífero.

En cambio, en lo vivificante conviven los opuestos.

Por último, un capricho personal. No está en el libro porque tiene que ver con la literatura, no tanto con el fútbol directamente. Roberto Fontanarrosa y Eduardo Sacheri han escrito espléndidos y fascinantes cuentos sobre fútbol. Pero el mejor cuento sobre fútbol escrito por un argentino es de Borges y Bioy Casares. Se llama Esse est percipi (Ser es ser percibido), fue publicado en 1967 y anticipa, en décadas, la preponderancia de los medios electrónicos por sobre el espectador presencial y la jerarquía obtenida por el presidente de la AFA.

Los mitos

La burguesía argentina demoró en incorporar, a la educación formal, la actividad física. Mucho más demoró con el deporte competitivo británico, que no pudo desplazar sino tardíamente a la gimnástica continental.

No extraña entonces que el fútbol comenzara a practicarse en los colegios ingleses y, desde éstos, se expandiera al resto de los jóvenes, de manera autónoma y por fuera de la estructura educativa. Así, la historia del fútbol argentino comienza con unos colegios que tienen equipos, para luego ser reemplazados por unos equipos que necesitan clubes, y, finalmente, llegar a los clubes que poseen equipos. En esas tres etapas –que ocupan las tres primeras décadas del fútbol en Argentina– está cifrado el pasaje de una actividad educativa a una esencialmente lúdica, hasta llegar a una actividad económica.

Este pasaje tiene sus campeones característicos: los colegios ingleses en la primera década, que es la última del siglo XIX. En la asociación de fútbol se hablaba inglés porque el fútbol tenía un lenguaje escrito en inglés y porque los jugadores eran mayoritariamente alumnos de colegios bilingües ingleses. Bastó que el representante de Estudiantes de Buenos Aires propusiera realizar las discusiones y las actas en castellano para que se aceptara.

A esa altura ya había un equipo que todavía no era un club y ya no era un colegio: Alumni, que dominó los campeonatos durante una década, hasta que se disolvió cuando los clubes que habían surgido detrás de los equipos, pero que ahora los envolvían, se hicieron dominantes. El amateurismo británico de caballeros había pasado a la historia.

Racing sobresalió en la década en la que los clubes se volvieron preponderantes, la década en que los jugadores jugaban para el club y el club comenzaba a acumular importancia. Importancia y dinero. Los fundadores (que tanto podían ser presidente o tesorero como centrojás o wing izquierdo) cedían su lugar institucional a políticos burgueses. O a patrones hechos y derechos.

Para aquellos entusiastas fundadores de equipos (y también para los no menos entusiastas jugadores de los clubes, posteriormente) estaba claro que les apasionaba jugar al fútbol y que este deporte no era una actividad autónoma sino colectiva. No sólo al interior del equipo sino para el equipo en su entorno: no hay equipo de fútbol si no juega al fútbol contra otros equipos. De manera que pertenecer a una liga o participar de un torneo era lo único que le daba existencia a una de las iniciativas asociacionistas más frágiles de identidad que han existido. Los sindicatos se sostienen objetivamente en los que trabajan en una actividad común; las sociedades de fomento, en los que viven en el mismo barrio; las colectividades, en los que vienen de la misma región. Todas agrupan algo que las preexiste. El club, en cambio, es apenas la decisión de jugar. Al menos, en principio. Por lo tanto, jugar es lo fundamental.

De allí que, con gran inteligencia, los clubes hayan comprendido de inmediato que no tenían una identidad sino una actividad: para poder llevarla adelante, cambiaban de colores, de nombre o de barrio. El Instituto Ferroviario Central Córdoba advirtió que no podría nutrirse únicamente de hijos de ferroviarios, entonces pasó a ser el Instituto Atlético Central Córdoba. Los Mártires de Chicago entendieron que se podía militar por la causa obrera en el terreno sindical o político y que para jugar al fútbol convenía no limitarse a aceptar jugadores socialistas o anarquistas, por eso adoptó el nombre provocativamente anti anarquista de Argentinos Juniors. Así también Colegiales comprendió que podía llevar el nombre de su barrio a Munro, como Chacarita a Villa Maipú, Almagro a Villa Raffo, River a Núñez, etc.

La motivación inicial de sostener un equipo para jugar, a medida que el club se volvió más importante que el equipo, se transformó en necesidad de sostener un equipo para que el club creciera. El crecimiento es lo contrario de la identidad porque es un cambio y obliga a desembarazarse constantemente de la vieja piel para obtener una nueva, capaz de cubrir una superficie mayor.

Jugar se fue complementando con ver jugar; es decir con la cancha y las tribunas. El perímetro se tapió y cerró para obligar al pago por el espectáculo. Así fue haciéndose nítido que jugar no era la finalidad, el objetivo. Sino el atributo de un club que quería crecer. ¿Y qué era crecer? Apoyarse en los éxitos deportivos para acrecentar el patrimonio, expandirse en la geografía y ganar popularidad.

De manera que, en el terreno del fútbol profesional, un club es una entidad económica privada que crece patrimonialmente, como todo en el capitalismo. Es su obsesión natural. Y esto no comenzó ahora ni hace dos o tres décadas. Comenzó hace 120 años. Por eso aquellos apasionados fundadores multitareas dieron paso a burgueses financistas, administradores y negreros. El industrial Roberts en El Porvenir, el banquero Godfellow en Platense o los diputados Bard en River y Larrandart en San Lorenzo. Esta fue la última metamorfosis: de entidad privada que sólo busca el crecimiento patrimonial a entidad privada que sirve para apalancar el crecimiento patrimonial, la influencia territorial y la popularidad de los políticos, burócratas o burgueses que se sirven de él.

El peronismo

Los clubes eran profundamente negreros. Durante 15 años crecieron en base a la precarización de los productores directos del espectáculo. La administración de este espectáculo estaba guiada por la rentabilidad: se construyeron estadios, sedes sociales, se hicieron giras como si se tratara de un circo o una compañía teatral. Cuando algún jugador, a causa de los avatares de la actividad deportiva que tan bien monetizaban, sufría un problema grave de salud, lo abandonaban en un hospital público.

Durante años los clubes reprimieron con fiereza todo reclamo de los jugadores por acceder al estatus de asalariado. Le conseguían un trabajo en la administración pública (en la que tenían contactos por su actividad política) o un conchabo en sus empresas. Y también los dejaban en la calle, sin ningún tipo de explicación, cuando el rendimiento deportivo y los resultados monetarios no cumplían los objetivos de la administración. En este cuadro, el profesionalismo no significó que los jugadores dejaran de jugar por la camiseta, sino que los clubes (como patronal) dejaran de negrear a los jugadores.

Este fue el gran salto: obligar a estas entidades económicas privadas (los clubes) a pagar el trabajo que usufructuaban. Este salto fue quizá el más importante en la historia del fútbol: dinamizó la economía de los clubes y legalizó la situación de los trabajadores. Instituciones que habían pasado años defendiendo y postulándose como campeones del amateurismo pasaron al profesionalismo casi todos a la vez, y los que se negaron prácticamente han desaparecido. Y lo hicieron de manera unilateral, inconsulta, como respuesta a una huelga de trabajadores. Enfatizamos: sin que se consultara antes, pero tampoco después, a uno solo de los socios. Este hecho ocurrido hace casi un siglo expone el carácter exagerado que se le atribuye al socio en la estructura de los clubes de fútbol profesional como entidad económica: son dueños formales e impotentes reales.

La otra fuerza determinante que obró a favor del profesionalismo, además de la combatividad de los jugadores, fue el empuje cosmopolita de la mercancía: entre 1926 y 1933, casi todo el universo el fútbol mundial pasó a ser rentado. Nada impedía que se jugara fútbol en Argentina. Pero los clubes, como entidades económicas privadas, seguramente habrían entrado en crisis con las estrellas partiendo en masa para jugar por un salario en el exterior.

«Los años felices siempre fueron peronistas» dicen… los peronistas, claro. Pero la década peronista del 45 al 55 fue una catástrofe para el fútbol argentino, que hasta entonces dominaba categóricamente en el continente. ¿Qué pasó? Los futbolistas reclamaron mejoras económicas, sobre todo para los menos afortunados. El reclamo culminó en una huelga que, como declaró Distéfano, fue para «ayudar a los más débiles». La AFA, dirigida por un ministro, los clubes y el gobierno se endurecieron y no accedieron a los reclamos.

Es verdad que los activistas no fueron torturados con picana eléctrica, como sí les ocurrió a las trabajadoras telefónicas en 1949; no fueron secuestrados, torturados y asesinados como Antonio Aguirre en Tucumán ni desparecidos como el médico comunista Juan Ingalinella. Pero decidieron irse a jugar a otros países (sobre todo a Colombia, que iniciaba su liga). Estrellas como Pedernera, el Charro Moreno o Distéfano se marcharon. Lo que no había sucedido en 1931, con Uriburu, sucedió en 1949 con Perón.

Esto aconteció en un momento en que los estadios batían récords históricos de asistentes. La debacle se intentó disimular a la manera peronista: durante años la Selección se negó a participar en torneos internacionales, no volvió a los Sudamericanos hasta el año 55 y, luego de faltar a los mundiales del 50 y 54, volvió para fracasar en el 58, y asistir a su desplazamiento en el terreno mundial y continental, por Brasil.

Esta tarea destructiva sobre el fútbol fue compensada patética y discursivamente: nos convertimos en los «campeones morales».

Los sindicatos

Suele decirse que los torneos internacionales se organizan para consolidar y desarrollar el nacionalismo, en términos positivos o negativos. Pero, en verdad, ocurre exactamente al revés: el nacionalismo preexiste y hace posible la concreción de esos torneos.

En el caso del fútbol, los partidos internacionales fueron impulsados por una tendencia natural de la actividad deportiva: buscar competencias más exigentes. Esto explica que la primera sede haya sido elegida por motivos casi exclusivamente deportivos, muy poco económicos. Pero ya el primer Sudamericano de Buenos Aires, en 1916, o el primer Mundial, en 1930, fueron eventos que favorecían económicamente a las asociaciones nacionales. Eran la prolongación de las giras de equipos por distintos países, que empezaron con británicos llegando a estas latitudes en la primera década del siglo y continuaron con los equipos de aquí viajando por Sudamérica y Europa (desde la gira de Boca de 1925, a la de San Lorenzo de 1946, antes de la catástrofe peronista).

Hace décadas que la organización de un evento internacional deportivo no contribuye al nacionalismo a través del terreno deportivo. Fundamentalmente, porque en el universo de la economía capitalista –que es, por definición, especulativa– son eventos que sirven para exhibir (sin abrir los libros de cuentas) la capacidad de una burguesía para garantizar negocios y las posibilidades de inversión que brinda. Esa burguesía es, a veces, nacional. Pero también puede estar circunscripta geográficamente, como cuando se organizan los JJOO exclusivamente en una ciudad. Ni EE.UU., ni Sudáfrica, ni Qatar, ni –próximamente– Arabia Saudita tuvieron (ni tienen) la más mínima chance de obtener un buen resultado deportivo (ni de ganar algún partido, en varios casos). Y es que no organizan Mundiales para mostrar su desempeño futbolístico sino para ofrecer posibilidades de inversión.

Cuando Maradona se ofendió en la huelga del año 1997 porque la asamblea de capitanes de equipos no aceptaba su propuesta de apoyar la moción de Grondona, no expuso una disidencia coyuntural sino la extensa historia de irrespeto por la organización de los trabajadores. El punto más álgido de este conflicto fue el sindicato de millonarios que Maradona publicitó (y fracasó) en el año 1995. Este «sindicato» se proponía dividir a la organización gremial ya existente, que había logrado (y continúa logrando) numerosas conquistas para los jugadores. Como ejemplo ilustrativo destacamos que fue el Ratón Ayala (delantero de San Lorenzo que jugó en Atlético de Madrid) quien les brindó a los jugadores españoles que se organizaban, en la agonía del franquismo, los detalles de la larga experiencia gremial de los jugadores argentinos.

El sindicato de Maradona, el sindicato de los millonarios, sólo intentaba dar el golpe de gracia al histórico movimiento sindical de los trabajadores del fútbol, dividiendo al conjunto. Algo que la propia realidad ya se había encargado de llevar adelante, pero que con Maradona a la cabeza hubiera significado una expropiación histórica. Porque el sindicato de Maradona fue el ejemplo extremo del proceso de concentración y diferenciación económica que hizo que una parte de los trabajadores del fútbol hoy sean lisa y llanamente burgueses que juegan, patrones que practican deporte.

Maradona no buscaba darles voz a los que no la tienen. Esto se podía haber hecho dándoles mayor visibilidad a los sindicatos existentes y a todas sus tareas. Lo que iniciativas como la de Maradona buscaban (y buscan) es todo lo contrario: dividir a los sindicatos existentes en favor de un nuevo sindicato para burgueses.

Los clubes

La mencionada evolución de equipo a club, y de club local a club nacional e internacional, ha dado vida a una confusa cantidad de protagonistas (o pretendidos protagonistas): jugadores, profesores, directivos, socios, hinchas, televidentes, barrabravas, apostadores, empresas que reparten entradas de cortesía… Todos interesados, pero todos redefiniendo el alcance y las características de su interés particular. Mientras la burocracia deportiva defiende a las asociaciones civiles para poder utilizar medios económicos que nunca estarían a su alcance, los barrabravas estiman que las tribunas son el organizador adecuado para el delito en un ámbito geográfico, proveyendo actividad sostenida, jerarquía definible y cobertura moral.

A medida que se desarrolló el negocio, desde 1910, se amplió el abanico de quienes ganan dinero con el fútbol, en base a intereses que confluyen a la vez que divergen. Se repite así el mismo proceso que en cualquier otra rama de la economía: concentración, desigualdad y aparición de nuevas especialidades. Cada una de ellas, además, con un abanico de características locales o nacionales. Los clubes pueden acumular para sí mismos, pero llegados a un punto no pueden dejar de ser un extraordinario vehículo de acumulación en otras manos privadas.

Los más destacados clubes de fútbol profesional, hoy, son el modelo de otros clubes afiliados a la AFA que todavía no han logrado alcanzar ese desarrollo, pero lo anhelan. En esos grandes clubes se puede leer, en sus balances, cuando son públicos, el ínfimo porcentaje de dinero destinado a lo que está contradictoriamente exagerado en su discurso: el socio de a pie, el que practica deportes amateurs. Esa actividad marginal y secundaria en casi todos los clubes (si se la compara con el resto del presupuesto) se utiliza para negociar ventajas impositivas y, también, morales con respecto a la sociedad.

Así River creó una comisión de la memoria para poder acceder a un terreno que el gobierno peronista de Fernández le cedió una parte de la ESMA que los organismos de familiares de detenidos en ese centro clandestino señalan como el crematorio, el lugar donde se debería buscar a los compañeros desaparecidos. Qué otra entidad privada podría haber reclamado y obtenido esta concesión negacionista que no fuera un club o una iglesia, ambos cubiertos de una falsa pátina trascendente.

Es cierto que los clubes convocan de conjunto a un porcentaje altísimo de jóvenes –sobre todo varones, todavía– en el tránsito que va de la niñez a la adolescencia. Esto es la base de la gran potencia del fútbol argentino, cuya gran virtud es una amplia –casi inigualada a nivel mundial– capacidad de captación, y un altísimo nivel de competencia en todas sus categorías. Pero se encuentra orientado a que algunos de esos niños se transformen en estrellas y los clubes (sobre todo los intermediarios, los sponsors, etc.) obtengan porcentajes de esas transacciones.

Hay muchos indicadores de la disposición reacia a la acción social que tienen los clubes. Pero si consideramos la masiva convocatoria que tiene sobre los niños y los jóvenes de todas las zonas, y la capacidad de comprometerlos a ellos y a las familias por el deseo de integrarse a la actividad del club, sobresale sonoramente la ausencia de trabajadores sociales (también de psicólogos, médicos de familia, etc.) en los clubes. Esto es una prueba de que el objetivo del club consiste en crecer económicamente, no en proteger a la comunidad que lo rodea o que acude a él. Por eso firma y paga cuantiosos contratos a directores técnicos, pero siempre tiene a los profesionales de salud y de la educación precarizados.

La historia

Hoy es 22 de agosto. Se cumplen 53 años de la masacre perpetrada por la dictadura de la Revolución Argentina en Trelew. Julio Premat, un crítico literario, organizó un encuentro pocos años atrás con el nombre ¿Qué pasado para el porvenir? Discusiones sobre historia literaria. Como militantes, no como historiadores y especialistas, sino como socialistas, nos vemos obligados, nos sentimos obligados, apasionadamente, a invertir la lógica de esa pregunta: ¿Qué presente construirá un futuro para ese pasado? ¿Qué hacemos hoy para que mañana una sociedad mejor, como la que anhelamos nosotros y por la que lucharon ellos, tenga mayores posibilidades de existir?

Nuestro mejor homenaje no es recordarlos a través de su muerte, sino reafirmar lo que compartimos de su vida: la crítica de la sociedad que nos ofrece como inmediato espectáculo, ahora, cuando salgamos de acá, sobre la Avenida Boedo, a solo 150 metros, las filas para consumir en un polo gastronómico, con restaurantes psicodélicos de luminosidad y sabores, junto a la espantosa miseria de los que viven en la calle, cagados de hambrere y de frío.

Historiar nuestras pasiones, pensar en nuestra vida cotidiana, planificar nuestras acciones, sostener nuestra organización en el tiempo, nos parece un homenaje adecuado, si es que hay que hacer homenajes. Porque, en rigor de verdad, no queremos ser socialistas al estilo de Norman Bates, el protagonista de Psicosis, homenajeando locamente a una madre fallecida. Nos gustaría mucho más ser socialistas al estilo Sarah Connor, preocupada por parir hoy lo que mañana pueda asegurar un futuro.

Muchas gracias por haber venido.

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