Hoy se cumplen 85 años del asesinato –por un sicario del estalinismo, en México– del revolucionario León Trotsky.
No somos amigos de las efemérides: la recurrencia al pasado en la figura de sus protagonistas no aclara, sino que opaca, el entendimiento del presente. Pero quienes se reivindican seguidores de Trotsky hegemonizan la izquierda socialista en nuestro país. Y con su indisimulada simpatía por un sector de la clase burguesa y sus representaciones políticas, los trotskistas constituyen un obstáculo para el mismo objetivo que Trotsky persiguió toda su vida. Por eso vale la ocasión para señalar esta diferencia.
Por razones objetivas, la época que nos toca vivir, pero fundamentalmente por condiciones subjetivas, nuestras limitadas capacidades y logros, sería una aberración no reconocer y recordar la figura de León Trotsky. En la misma medida, creemos que su legado es fuente de profundos errores y que muchas de sus acciones deben ser debatidas y reconsideradas a la luz de todo lo que sabemos y él no sabía ni podía saber. De ahí que su figura exprese, además, el destino trágico de la acción revolucionaria: la obligación de actuar imperiosamente en circunstancias que sólo pueden conocerse de manera parcial.
Trotsky no renunció al acto. Y con esto no nos referimos únicamente a dirigir un ejército de millones de seres humanos, sino a construir organizaciones, escribir, explicar y convencer a propósito de una línea política, arengar a las masas, pensar en su aislamiento. Y dado que Trotsky hizo todo eso, también se equivocó.
¿Y cómo sabemos nosotros, torpes militantes del presente, que Trotsky cometió errores importantes? Gracias a la situación de quienes se dicen sus seguidores. Porque Trotsky, parafraseando a Lenin en su reconocimiento a Rosa Luxemburgo, era un águila, y las águilas a veces vuelan tan bajo como las gallinas, pero las gallinas nunca se elevan como las águilas.
Hoy, lamentablemente, mucho de su legado es una traba para la causa socialista. La prueba más notoria es que en lugar de cohesionar a todos los que se dicen trotskistas, hay algo en ese legado que los desmorona, los separa, los obstina en la reiteración de lo infructuoso y contraproducente.
Para nosotros, la razón de ello es nítida: al desencajarse de la vida real y desarrollar un programa que no sirve para lo que nos está pasando, se dispara un abanico de interpretaciones caprichosas y motivos personales. La vida política es así: el acierto cohesiona y el yerro fragmenta.
Las fuerzas productivas están estancadas desde 1914. Las masas se movilizan imparables hacia la revolución, apenas obstaculizadas por sus direcciones traidoras. La burguesía no puede hacer concesiones, entonces debe recurrir al fascismo. Esto explica la fase decadente de la democracia. Toda demanda mínima, en tanto se ha vuelto irrealizable, conecta directamente con una consigna de transición al socialismo. La tarea del partido es conducir a las masas a la acción.
Con ese diagnóstico y esa estrategia, Trotsky fundó la Cuarta Internacional en 1938. Casi 90 años después, la historia no registra una sola implementación eficaz de ese programa, una sola revolución alcanzada mediante una escalera de consignas transicionales, bajo la dirección del trotskismo.
Pero en este aniversario nos interesa recordar su figura para destacarla y oponerla a la de sus seguidores. Señalando que, como casi todos los que han dirigido grandes combates de la lucha de clases (y ahora sí nos referimos al combate sin intención metafórica, a todos los que han dirigido enfrentamientos directos y armados contra las fuerzas de la burguesía), dedicó la mayor parte de las seis décadas de su vida a pensar cómo llegar a esos enfrentamientos, a crear las organizaciones con las que los llevaría a cabo y a dinamizar esas fuerzas con un programa y una estrategia.
Aunque ese programa y esa estrategia ya no sirvan –y sean fuente constante de divisiones e impericias–, su legado lo trasciende, como el de todos los revolucionarios socialistas.
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