Por qué negarlo: para los socialistas, los días de elecciones son –casi invariablemente– un carrusel de sensaciones. De una parte, el acto electoral, el hecho de que millones de seres humanos voten, es un ejercicio asociado a otros derechos democráticos, como los de reunión, organización y expresión. Derechos que son irrenunciables para nosotros porque constituyen el punto de partida, no de llegada, para el desarrollo de la lucha socialista. El día del sufragio es una de las manifestaciones más notorias del régimen democrático. Y pone de relieve que sin la vigencia de estos derechos –distorsionados, limitados y parcialmente expropiados por la desigualdad de clase– nuestras expectativas de lograr una sociedad sin clases y una economía planificada para el desarrollo de la vida se encontrarían mucho más cerradas y entorpecidas. Sin esas libertades ni siquiera podríamos hacer circular estas líneas.
De otra parte, las elecciones nos refriegan en la cara la prodigiosa eficacia de las mediaciones ideológicas burguesas y de la estructura institucional del Estado capitalista para contener, en el abrazo siniestro del sistema, tanto los intereses dispares y contradictorios como –sobre todo– la bronca y la impotencia de los trabajadores. Al atardecer del domingo electoral comprobamos, cada vez, calendario tras calendario, como un búho (o una marmota) de Minerva, el vigor de la hegemonía burguesa. Aunque lo supiéramos desde un comienzo (sobre todo en momentos críticos). El resultado de las elecciones es –invariablemente– la ratificación, por parte de los propios trabajadores, de un próximo gobierno burgués. La aprobación, por parte de los mismos trabajadores, de la vigencia anárquica del capital. Esto es, la confirmación del previsible aumento de la desigualdad y de la pérdida de conquistas en los años que seguirán a la elección consumada. La convalidación del desarrollo de la concentración y la expropiación crecientes de la riqueza producida (y de lo que haya de riqueza atesorada) por los trabajadores. Sin importar la modalidad, el sesgo, las expectativas, al ratificar el capitalismo las elecciones corroboran este conjunto de tendencias estructurales hacia el malestar generalizado de la clase trabajadora. Y permiten apenas muy indirectas distinciones y correcciones en ese paquete. Sin importar las expectativas menguantes o renovadas de los electores, 4 años más tarde ese momento no será recordado con orgullo.
Por eso el día de las elecciones es para nosotros un día que comienza con la inestimable ratificación de las libertades que poseemos y necesitamos, pero culmina con la necesaria aceptación de la vigencia de las ideas de la burguesía en el pensamiento de los trabajadores. Siempre culmina con desazón. No hay una buena noticia cuando los explotadores son formalmente consolidados, no importa el grado de profundidad de esa consolidación.
Y la desazón es todavía más honda y más amarga cuando esa consolidación sucede no en una relativa estabilidad que volviera comprensibles las expectativas en el porvenir, dentro de una cierta renovación cosmética que justificaría las esperanzas. Sino que sucede en condiciones como las del domingo: reduciendo las opciones a una cáfila de locos delirantes que expresa y a la vez reconduce la bronca, LLA; y el partido del orden, que como buen partido del orden es el puerto en el que se amarra la desesperación de los que tienen miedo, UxP.
El socialismo ausente en el cuarto oscuro
A esto hay que agregarle que hubo una candidatura de izquierda: la del Frente de Izquierda y los Trabajadores Unidad. Hemos cuestionado esa candidatura porque no levantó un programa explícitamente socialista y claramente diferenciado. La hemos cuestionado porque no presentó una posición decididamente contraria al principal enemigo de la clase trabajadora, que es el peronismo en el poder, en el gobierno y en la conducción de las organizaciones de masas de la clase trabajadora. Y la hemos cuestionado por no haberse opuesto rotunda y nítidamente a los demás candidatos, por extensión, en base a su carácter burgués y no en razón de una pretendida coherencia o una dudosa honestidad.
Es un hecho que el país se ve sacudido por acontecimientos políticos, económicos y sociales novedosos, que imponen niveles de pobreza, degradación, violencia, corrupción, precarización y disgregación social nunca vistos. Es un hecho que sucede en distintas combinaciones y prevalencias, pero nunca para mejor: año tras año, mandato tras mandato, con nuevas presentaciones del personal político de la clase que nos explota, la miseria estructural avanza inexorable sobre la clase trabajadora. Sin embargo, suceda lo que suceda con estas variables, la izquierda del FITU siempre obtiene 2,7% de los votos. En sus 12 años de existencia, con todo lo que ha pasado en el país durante estos últimos 12 años, el FITU se mantiene inmune a cualquier emergencia de la realidad: idénticas campañas, idénticos resultados. Se trata de un fenómeno desgraciado. No nos alegra. Una fuerza socialista no se construye en base a los inmaculados aciertos de un grupo, sino en base a la lucha política, los debates, las fracturas y las coaliciones.
Por eso preferiríamos que la izquierda tuviera una estrategia que fuera capaz de atraer muchas nuevas voluntades, en lugar de una estrategia que las repeliera. Sería una tarea menos ardua debatir y construir si una porción significativa de la población se sumara a esa propuesta. Si constatáramos un crecimiento del FITU, sostenido y no fluctuante, el dato numérico revelaría un incremento de la adhesión a las ideas de izquierda y esto ofrecería oportunidades para la construcción y el desarrollo de un pensamiento más radicalmente socialista.
Pero es una desgracia –que se suma al éxito funesto que obtienen los sombríos candidatos de la burguesía– el hecho de que la izquierda no concentre un número creciente de voluntades. Que las pocas veces que lo consigue, se trate de votos prestados del peronismo, que rápidamente regresan a él. Que este veloz retorno a su fuente peronista revele que esos votos no eran fruto de ruptura alguna con el partido del orden burgués, sino apenas el fruto de una profunda continuidad: votan al FITU como una opción más honesta (aunque no hace falta un estoicismo de hierro para superar en honestidad al partido de los Martín Insaurralde y los Chocolate Rigaud), o más luchadora (aunque tampoco es necesario el espartaquismo de Rosa Luxemburgo para superar en la lucha al peronismo: pasó Macri y no movieron un dedo), pero que se la considera como parte del mismo «campo popular».
De manera que el debate necesario entre el campo de la independencia de clase, por nuestro lado, y el campo nacional y popular de la conciliación de clases, por el lado peronista, transcurre en un terreno pequeño y acotado en el que el FITU actúa como una puerta giratoria: se ingresa a la izquierda y se vuelve al peronismo, al enemigo de la clase.
Y ausente fuera del cuarto oscuro
Presentar como un éxito que, en el peor momento del país, luego de batallar seis décadas, el trotskismo arañe, sin alcanzar, el 2% de la representación parlamentaria nos hace dudar acerca de cuál es el objetivo que esta corriente socialista se propone cumplir. Pero el resultado no nos alegra, aunque sea lógico (pues no se encuentra lo que no se busca). Consideramos que se trata de un problema y no de una solución. La campaña tuvo un desarrollo contradictorio: mientras por un lado se centraba el eje en la inminente amenaza fascista que aboliría las libertades, por otro lado se presentaban propuestas de legislaciones que justificaban la importancia de sumar un par de diputados: lógicamente, una cosa invalida a la otra.
Y cuando Bregman declara, mientras todavía estaban procesándose los resultados, que Massa no es igual a Milei, aceita el gozne de la puerta giratoria para conducir nuevamente sus votos hacia el peronismo, a cambio de retener el respeto y el reconocimiento del personal político burgués por su capacidad intelectual, su responsabilidad como dirigente y lo criterioso de sus declaraciones. Hoy, determinado el resultado de la primera vuelta, cada momento que pasa, cada instancia interna partidaria (sobre todo si esa instancia es democrática) planteada por los partidos del FITU para decidir su postura en las elecciones entre los dos candidatos burgueses, lamentablemente confirma nuestras presunciones acerca de su carácter y su estrategia: si se tienen que poner a debatir la posición es porque el objetivo no es el socialismo, sino que se privilegia una lucha fantasmagórica contra la existencia futura de una amenaza fascista. De esta manera, la lucha por el socialismo queda aplazada indefinidamente frente al peligro constante de un fascismo al que se le habrá ganado una batalla pero no la guerra: Milei seguirá allí, en el Congreso, asustando, como el Cuco. Y aunque dentro de unos días (o tal vez cuando haya transcurrido la mitad de la campaña), el FITU decida votar en blanco, el daño ya estará hecho: habrá dejado constancia de que votar burgueses es posible y coyunturalmente deseable, porque en el interior del FITU hay quienes lo proponen y defienden.
Si queremos hacer política socialista, no podemos hacerla como los burgueses. La incoherencia de la política burguesa se repara de inmediato con un número infinito de candidatos y propuestas que cubren a los caídos en desgracia. En cambio, la laboriosa construcción socialista no puede apelar a decir una cosa y luego girar en redondo para plantear la opuesta. Si es verdad que hay una amenaza fascista y por eso hay que votar a este gobierno y a este ministro, una vez en el gobierno será incoherente combatirlo porque se le estaría haciendo el caldo gordo a los fascistas agazapados. De manera que quien llama a votar a este gobierno (aunque lo haga tomando Omeprazol y tapándose la nariz), se invalida para ponerse a la cabeza del combate contra el gobierno. Al menos, se invalida para ser una opción de los sectores más lúcidos.
Los días de elecciones comienzan, como dijimos, con el entusiasmo de vivir en una sociedad con libertades. Y terminan, aciagamente, con la comprobación del relanzamiento de un nuevo ciclo (de corta o larga vida) de hegemonía burguesa. En este contexto podemos analizar para contribuir a la crítica y prepararnos para continuar en la insistente necesidad de conformación de un polo de pensamiento y acción socialistas.
Las coaliciones burguesas
Luego de las PASO, las coaliciones que respaldaban a Massa y a Bullrich reorganizaron el caos interior: Bullrich presentó su gabinete con Larreta y Melconián; Massa los hizo callar a todos. Milei había contado con las ventajas del comando unificado en su persona hasta ese momento y, tras el envión inicial del primer lugar en las PASO, diluyó parte de sus posibilidades de ganar nuevas adhesiones gracias al entusiasmo indiscriminado (creer que ganarían en primera vuelta) y el protagonismo de sus pedantes frikis. La omnipresencia de la motosierra, una herramienta emocionalmente más asociable a La Masacre de Texas que a una vida tranquila, fue acompañada durante la campaña con un movimiento escénico por el cual las candidatas más diestras para el debate, Píparo y Villarruel, quedaban detrás del telón mientras las luces destacaban el vodevil de Ramiro Marra, Benegas Lynch y Lila Lemoine. Simultáneamente, en un esfuerzo por cubrir el flanco que más dudas le provocaba a la burguesía (la gobernabilidad), Milei se sentó a conversar con lo más retrógrado de la burocracia y los operadores peronistas.
Bullrich, en virtud de los resultados de las PASO, había quedado en una posición imposible, a la que su falta de carisma y de aptitud dialéctica le sumaban obstáculos. Para derrotar al kirchnerismo, la opción más práctica era votar a la primera minoría. De esta manera, JxC apareció (increíblemente, si se recuerda la situación un semestre atrás) como una fuerza menor, capaz de dividir el voto opositor a favor de Cristina y sus candidatos. Además, la bandera del centro político, la unidad nacional y la política seria ya estaba flameando sobre la candidatura de Massa.
La derrota de Milei se definió en gran parte por un uso del aparato estatal que ameritaría, con mucha más razón que a los partidarios de Bolsonaro y de Trump, denunciar fraude. Sin embargo, de manera opuesta a Bolsonaro y a Trump, la derrota fue aceptada con una por lo menos extraña hidalguía y una notable resignación impropias de las supuestas bandas fascistas que LLA moviliza (o «filofascistas», como también se las comienza a llamar, forzando al mastodonte conceptual de la caracterización política para que ingrese con el calzador de un prefijo en la realidad de un Fiat 600). A pesar de que sus posibilidades de triunfo disminuyeron sensiblemente, aceptaron el resultado de las urnas sin pegar un solo grito. En sintonía con los llamados «golpes blandos», podríamos caracterizar a este fenómeno como «fascismo escuálido»: bandas fascistas que pierden y no le pegan a nadie, junto a un electorado fascista al que le resultan extremas y violentas las motosierras.
Pero si Milei no crecía por exceso de extravagancia y peligrosidad, y si Bullrich perdía votos porque había alguien mejor para enfrentar a Massa, a un lado, y alguien mejor para enfrentar a Milei, al otro, esto no explica todavía el éxito del ministro de economía de un gobierno catastrófico.
Massa supo leer y utilizar dos elementos cruciales de la situación. Por un lado, leyó que la causa real de la catástrofe, la inviabilidad del capitalismo argentino, no era percibida así por una gran parte de la población, sino que era atribuida principalmente a las feroces peleas intestinas del peronismo y, en buena medida, al papel destructivo jugado por Cristina. Entonces Massa disciplinó a la tropa, acalló rumores y disidencias, ordenó la campaña tras una sola voz y un solo rostro. Por otro lado, leyó el temor que Milei había provocado en una franja de la población y previó que ese temor se profundizaría. Sobre todo, supo captar el temor que había provocado Milei en el inmenso aparato de orden y sumisión que es realmente el peronismo. Entonces advirtió, hacia adentro, que junto con su derrota podía llegar el final de los oscuros privilegios peronistas: no se alejó de los Insaurralde y los Rigaud, los convocó a trabajar en serio.
Otra gran incógnita en estas elecciones (además de quién será presidente) es qué lugar ocuparán Cristina y el kirchnerismo los próximos 4 años. Si gana Milei, su rol es predecible: atrincherarse en la provincia de Buenos Aires y votarle (porque son indispensables) la mayor parte de las leyes al gobierno. Tal como hizo con Macri, no movilizar ninguna fuerza para enfrentarlo abiertamente y comenzar el 11 de diciembre la campaña: «Hay 2027». Si gana Massa, el escenario será complejo porque no incluye ninguna de las dos variables extremas: ni la jubilación definitiva de la Jefa ni la repetición del gobierno de Alberto. Cristina no quiere jubilarse todavía: si no aparece más seguido es porque no puede hacerlo sin dañar su propia estrategia, es decir, sin arriesgar el resultado electoral (y porque necesita respaldo judicial para que no avances sus causas por corrupción). De manera que las diferencias con el 2019 son importantes: Alberto fue prácticamente un capricho de ella, Massa no lo es; Alberto no tenía tropa propia, Massa sí (y la viene abrochando desde hace una década, por lo menos); Alberto ganó sobre los hombros de Cristina, si Massa gana lo hará escondiéndola. Sin embargo, retiene la provincia de Buenos Aires y más de una decena de municipios importantes en el conurbano. Pero a la vez lo hace en una interna inédita para esa fuerza política: La Cámpora no es lo mismo que Kicillof, el Cuervo Larroque no coincide con Máximo y desconocemos cuál es la escala Richter de los movimientos sísmicos al interior de una fuerza acostumbrada a llevarse por delante a los demás y que, probablemente, se tenga que acomodar (como está obligada a hacerlo en estas elecciones) a lo que se puede más que a lo que se quiere.
El progresismo asustado
Aunque el progresismo se fue a dormir, el domingo, extenuado por la fantasía de haber librado una batalla épica por los derechos y la inclusión, Sergio Massa triunfó rodeándose de y cerrando filas con lo peor del país: la burocracia sindical más siniestra (la CGT con Gerardo «Batallón 601» Martínez poblándole los alrededores del acto del domingo), los gobernadores feudales del norte y los intendentes del conurbano (que ahora ganaron lo que perdieron en agosto). Ante la demanda progresista de Benegas Lynch, romper relaciones con el Vaticano (¿no es una demanda coherente con los pañuelos naranja que adornan mochilas y bibliotecas?), el papa Francisco dio una manito. Y no hay que dejar afuera del balance la complicidad de la burguesía, que invirtió 3 billones de pesos, elevando el déficit de 1,5% a 2,5% del PBI, «Plan platita» que pagaremos los trabajadores apenas se apaguen las luces del salón donde se celebra «la fiesta de la democracia».
La economía argentina, forzada para hacer ganar al peronismo, es un caballo desbocado que va a reventar apenas cruzado el disco del 19 de noviembre. El desbarajuste concretado por Massa para el «Plan platita», no para contener la crisis sino para que no termine de explotar antes de las elecciones, será pagado por todos los trabajadores después del balotaje. Gane quien gane. El manto de silencio arrojado sobre el plan siniestro del candidato al que piensa votar gran parte del reformismo y el progresismo difícilmente pueda eludir la palabra «complicidad». Porque implica no denunciar que Massa también va a tener las mismas opciones que Milei: en una de las alternativas posibles, pasar por arriba de la clase obrera para poder desplegar su ajuste, por eso es importante que la UOCRA y Camioneros festejen con él. En la otra de las alternativas, dado que la lucha de clases no es un destino prescrito sino un abanico de posibilidades, puede ocurrir que la resignación, el desgano, la apatía, pero sobre todo la desorganización y la falta de perspectivas, permitan sin resistencias (o con resistencias focalizadas, discontinuadas y a destiempo) que el ajuste y la reestructuración avancen. El tradicional programa peronista de disgregación de la resistencia desde abajo y desde las propias organizaciones puede ser aplicado tanto por un presidente peronista (como hizo Menem) o por uno que no se presente así (como lo hizo Macri sin que dentro de las instituciones políticas legislativas o de las organizaciones de masas de los trabajadores el peronismo le haya presentado alguna resistencia).
Desde Grabois al FITU, todos los que se desvivían hablando pestes del FMI como si fuera el principal problema y la única causa de la miseria en Argentina –en lugar de apuntar al régimen de propiedad privada y a la anarquía de la producción– han bajado esa bandera porque iguala a los dos candidatos. Ni Grabois ni el progresismo peronista ni el FITU pueden explicar por qué hay que votar (o por qué es aceptable dudar en el rechazo) a alguno de los dos candidatos que no titubean en decir que van a gobernar pagándole y refinanciando los créditos de la «bestia negra» que es el FMI.
Tampoco pueden explicar la ruptura de categorías entre los derechos y la vida, ruptura según la cual imaginan que los derechos son dádivas que se otorgan al margen de las posibilidades reales de una sociedad para garantizarlos. Desde esa fantasía progresista, los derechos no habrían sido violentados como fruto de imposibilidades materiales y necesidades específicas de la explotación en un marco de libertades que deben ser restringidas. Sino que esa violencia sobre los derechos sería el resultado de equivocadas elecciones por parte de la población que opta por un candidato con maldad, que quiere quitarnos las libertades. En cambio el otro, «el Sergio de la gente», quiere mantener los derechos, aunque la economía y su plan probablemente «lo obliguen» a lo contrario. De esta manera, el progresismo se vuelve partidario del «ajuste con buenas intenciones».
Es como si este progresismo ejercitara una desmemoria (justamente en quienes no pueden quitarse de la boca la palabra «memoria») que impide recordar que fue un gobierno peronista el que indultó a los milicos de las Juntas (cuando éstos eran relativamente jóvenes y les quedaban muchos años de vida). Como si preocupara más lo que se amenaza con hacer en el futuro que lo que ya sabemos que se hizo en el pasado. En la absurda discusión acerca de si son o no son lo mismo se pierde el criterio orientador para la política socialista: ambos candidatos van a hacer lo que exija la vigencia del capitalismo, su crisis y su prioridad, que es la acumulación.
Está más o menos aceptado que Massa propició de muchos modos a Milei: desde nombrarlo y situarlo como rival, hasta financiarlo, prestarle candidatos y fiscales. Vimos cómo esa peluca desorbitada intensificó las internas de JxC hasta el punto de desalojar a esta coalición del balotaje. Al margen de esa probable treta consciente, la existencia de Milei no se entiende sin ver lo que hizo el peronismo en el gobierno. Porque la única forma de que el peronismo pueda salir primero con 40% de pobreza, 140% de inflación y sus dirigentes robando a la vista de todo el mundo, es teniendo un rival tan negativo que compense la carga de ser el ministro de economía del desastre. Un Milei facho y esquizofrénico es la única categoría asimilable contra el ministro del hambre y la miseria.
De la desazón a las tareas
El ballotage es una oportunidad para hacer lo que tenemos que hacer: debatir con la vanguardia de la clase trabajadora que la gran tarea es nuestra independencia con respecto a las fuerzas burguesas sobre todo del aparato de dominio, orden y explotación que se llama peronismo. Si gana, gobernará. Si no gana, le venderá la gobernabilidad a Milei, como ya lo hizo con Macri.
Pero de una u otra manera, el peso de esta economía quebrada, de un sistema político de partidos hecho añicos, y de una degradación de la vida cotidiana nunca vista, no le entregarán muchos días de paz al burgués electo.
Nosotros, superada la desazón del aciago día, retomamos nuestra tarea, nuestra lucha cotidiana por agrupar voluntades socialistas.
El Fitu comete un error casi de principiante o de poca profundidad en su relato ”socialista” y es asumir que solo debemos reclamar por el no pago al fondo, lo hace casi
como una sola consigna y deja casi siempre en un segundo lugar la responsabilidad de que nada de esto sucedería sin está clase política. Le importa demasiado hablar mal de este gobierno y marcar la distancia que existe entre los peronistas (esa falsa izquierda) y la izquierda que se planta o se levanta(la misma nada)Al fin lo que cuenta es la construcción genuina de la base y no solo las bancas. El 2,7 % de votos al Fitu lo demuestra. lo que no avanza retrocede.
Gracias por la atenta lectura, la reflexión crítica y la escritura, compañera.