01. El pensamiento revolucionario se encuentra en crisis por un acierto y un desacierto. El acierto, para resumirlo en un libro, es El Capital (1867): más bien que mal, el carácter teórico abstracto de esta obra ha conseguido elucidar la estructura general de un tipo de sociedad en el que la prevalencia de la economía sobre las relaciones personales y políticas domina la reproducción material, es decir, ha «sacado a la luz la ley económica que rige el movimiento de la sociedad moderna» y ha demostrado su validez como instrumento científico de prospección.
El desacierto, por identificarlo también con un libro, es El Manifiesto Comunista (1848): más mal que bien, el sujeto social y político de la revolución, su modo de intervención, el lugar del pensamiento –así como el lugar de la violencia– en ese modo de intervención y las expresiones organizativas para llevarlo adelante, no han gozado del mismo éxito. Y han expuesto, a lo largo de los últimos 150 años, resultados que nos obligan a matizar nuestra adhesión a esos planteos, si es que no nos obligan a rechazarlos. El hundimiento del capitalismo y el triunfo del proletariado no se han mostrado, como afirma el panfleto, «igualmente inevitables».
02. Quienes nos reconocemos pertenecientes a esa tradición teórico-práctica llamada socialismo, tenemos la pretensión de intervenir sobre las relaciones sociales para transformarlas. No en cualquier sentido. El socialismo repudia el sistema capitalista en base al convencimiento de que existe suficiente saber técnico y científico para demostrar la irracionalidad del funcionamiento de este tipo de sociedad y para demostrar, también, que extinguirá a la humanidad como especie (o a gran parte de ella, al menos).
Vemos cómo el mundo desarrolló una riqueza expansiva que se concentra cada vez más en menos manos, expropiando a la mayor parte de la humanidad. Y expropiándola no sólo de la riqueza creada, sino también de las facultades cognitivas y sensoriales que vemos difuminarse en un proceso ampliado de degradación y envilecimiento planetario1.
Afirmamos entonces que el capitalismo, el tipo de sociedad existente, no puede ofrecer una salida para el conjunto de los seres humanos. Y que el único proyecto viable al respecto es un tipo de sociedad que no existe: el socialismo.
Ahí están nuestro diagnóstico (inviabilidad del capitalismo) y nuestra hipótesis (la hipótesis socialista).
03. Para transformar la realidad social debemos comprender cómo funciona. Y esta doble tarea de interpretación y transformación que nos proponemos llevar a cabo implica el encuentro corporal, un «poner el cuerpo» colectivamente: cuerpos en relación, en contacto, en comunicación, inter-actuando, co-laborando, afectándonos mutuamente.
Pero existen serios obstáculos para el cumplimiento de nuestro propósito. De hecho, el capitalismo es aceptado todos los días por la abrumadora mayoría de la población planetaria. Y, muy especialmente, por la clase obrera. De derecho, esta aceptación es ratificada, periódicamente, por la misma población, en cada jornada de sufragio que la democracia burguesa celebra.
Por lo tanto, existen millones de personas, millones de cuerpos, que no concuerdan con el diagnóstico que hacemos de la sociedad actual ni tienen interés alguno en abrazar el proyecto político que defendemos. Todo lo cual no es ilógico. ¿Quién va querer lo que no existe cuando todavía confía, con la sensatez que nos aferra al hábito de la experiencia cotidiana, en mejorar lo existente dentro de lo existente?
Sin embargo, sostenemos que el objeto de nuestra crítica –las relaciones sociales capitalistas– afecta y determina la vida de esos millones de personas. Emerge entonces una contradicción insoslayable: ¿qué hacer cuando nos proponemos una acción con millones de personas que no están de acuerdo con nosotros, a pesar de que esgrimimos la validez universal de nuestro diagnóstico y de nuestra hipótesis? Salvo que consideremos que quienes no acuerdan con nosotros son millones de bestias incultas carentes de nuestra rutilante capacidad intelectual2, tenemos un problema a resolver.
04. Hay un elemento de la realidad, difícil de ocultar, disimular o ignorar, que juega a favor de nuestro diagnóstico: existe la queja. La queja es una manera de expresar incomodidad o disconformidad con el orden establecido, aunque no es una manera equivalente al quehacer que fomentamos como práctica política. La queja es el repudio desprovisto de la acción corporal. Y es que las palabras no siempre reflejan lo que el cuerpo hace (como el cuerpo no siempre actúa en consecuencia con las palabras que pronuncia). Las palabras y los cuerpos son cosas inseparables pero perplejamente inseparables.
La queja por la mala vida que nos proporciona esta sociedad y el desacuerdo con nuestro diagnóstico, más el rechazo a nuestra hipótesis, nos ofrecen un primer acercamiento al centro del problema que queremos abordar: el misterio de la conciencia.
Nos referimos a la conciencia de estos cuerpos que somos, en el más amplio sentido de la palabra: conciencia individual, colectiva, de clase, espontánea, expresada en acciones, expresada autorreflexivamente, expresada organizativamente.
Este es el núcleo insoslayable de las interrogaciones que nos interpelan.
05. Lo que haremos será un esfuerzo por captar la lógica de un problema en el momento histórico de su nacimiento, en la región geográfica de su desarrollo y en algunas consecuencias para nuestro presente político: teoría del valor, lucha de clases, feminismo, lenguaje, consumos culturales. El punto de inflexión es lo que llamamos, copiando el título de un libro sobre la emoción, la razón y el cerebro humanos que nos gustó mucho, el error de Descartes.
Eso sí: tomamos a Descartes como «personaje conceptual», más que como persona histórica. No nos la agarramos con el individuo Descartes, que tenía 4 añitos en 1600, cuando la Inquisición quemó vivo a Giordano Bruno, y que había cumplido 37 en 1633, cuando Galileo eludió por poco el mismo destino de hoguera. Hay páginas en El tratado del hombre (1622) que abren una vía materialista para pensar el problema de la conciencia, pero esta obra no fue publicada por Descartes mientras él vivía. Hay alusiones a ella en El discurso del método (1637) y en Las pasiones del alma (1649) que bastaron para que la Iglesia incorporara todos estos trabajos al Index Librorum Prohibitorum. De manera que no resulta descabellado sospechar que la insistencia de Descartes en la inmaterialidad del alma pudo deberse más al terror por el tormento que a la convicción filosófica.
Todo lo cual nos habilita la introducción de una metáfora orgánica: la tesis del dualismo (alma/cuerpo, espíritu/materia, pensamiento/extensión) sería el cordón umbilical con el que la filosofía moderna se alimentó de la religión cristiana hasta separarse de ella. Estas notas que aquí presentamos intentan mostrar que el privilegio atribuido a la conciencia por parte de las filosofías del espíritu es el ombligo de ese corpus moderno, la cicatriz que nos recuerda esa filiación ideológica. O, para usar otra metáfora, la marca de la gorra.
Allí vamos.
06. El Renacimiento se caracterizó por terrenalizar el modelo divino interiorizando en el ser humano los atributos de Dios: la pura conciencia inmaterial, el origen autofundado en ella, el carácter excepcional de este sujeto que es causa de sí mismo. Elementos cristianos como el universalismo, el hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios (su excepcionalidad) y el humanismo (bandera que sostiene Juan Grabois, sin ir más lejos) pasaron del cielo trascendente al suelo inmanente. Y en medio de este proceso, que llevó varios siglos de transformaciones sociales y sangrientos combates, Descartes elaboró su doctrina.
El giro cartesiano consistió en interiorizar la garantía divina para el conocimiento del mundo: si hasta entonces la verdad primera se fundaba en algo exterior al ser humano (Dios), con Descartes esa garantía se hallará en algo interior, en la autopercepción existencial del cogito: «Pienso, luego soy». Se produce así una inversión jerárquica entre ontología y epistemología: si el saber teológico fundaba la segunda en la primera, el saber filosófico hará lo contrario. Ahora el ser se funda en el conocer; lo objetivo, en lo subjetivo.
De esta manera, el conocimiento acerca del ser humano queda encerrado en la reflexión autofundadora de la conciencia (el cogito) y se inmuniza, por esa vía, ante todo saber externalista, es decir, ante todo saber que no provenga de la inspección interior de la conciencia de sí. Mediante el procedimiento de autodeterminación comprimido en la fórmula cogito ergo sum, la conciencia se distingue esencialmente de toda heterodeterminación física, corporal, material. Los filósofos mexicanos Laura Benítez y José Robles lo resumen de esta manera:
Para Descartes, la realidad patente e inmediata es la de la mente con sus contenidos: la existencia de los cuerpos es preciso explicarla por algún medio que vaya de lo conocido, lo mental, a lo que no tiene esta naturaleza que no puede conocerse de manera inmediata.3
A partir de este momento, la tesis dualista sólo puede ser atacada frontalmente por un cuestionamiento del cogito. En pocas palabras, sólo la filosofía puede poner en cuestión a la filosofía.
07. La pregnancia contemporánea de la estrategia cartesiana se ve en una de las corrientes filosóficas más importantes del siglo XX: la fenomenología. En 1910, Edmund Husserl publica su programa de investigación bajo el título La filosofía como ciencia estricta. Allí se lanza en busca de una fundamentación absoluta, radical, de todas las ciencias en la filosofía. Para esa tarea, retomar el camino emprendido por Descartes es una necesidad manifiesta en las Meditaciones cartesianas (1931) que extenderá su dominio en La crisis de las ciencias europeas y la filosofía trascendental (1936). Acerca de este programa filosófico, el filósofo argentino Mario Presas escribe:
El cambio radical de actitud que inaugura la filosofía no encuentra ningún «modelo» en la vida natural […] El «filósofo que comienza», el que decide consagrarse a la filosofía, no tiene otra guía que la voluntad de justificar radicalmente todos los juicios; su meta es la absoluta autorresponsabilidad, «una vida en la apodicticidad». Con su solemne decisión, el filósofo en cierto modo se crea a sí mismo apuntando a una «crítica radical de la vida».4
La conciencia autofundada presenta un voluntarismo extraordinario: el filósofo «se crea a sí mismo». Y lo hace en virtud de un «cambio radical de actitud», la llamada epojé o reducción fenomenológica operada por la conciencia como puesta entre paréntesis de todo lo vivido y experimentado. Se trata de un viaje ascético al fondo de la subjetividad trascendental, una inmersión paciente y laboriosa en la fuente de validez de todo ser, que exige una desconexión universal con el «mundo natural» como condición de posibilidad para poder dotar de sentido legítimo a cualquier experiencia. Un Descartes recargado.
A pesar de los esfuerzos por superar el dualismo otorgándoles un papel relevante al cuerpo y al mundo de la vida, Husserl sigue aceptando como axioma, como principio incuestionable, el privilegio epistémico de la inspección de la conciencia por sí misma. De hecho, el uso permanente del par «cuerpo-espíritu» constituye un obstáculo comprometedor para esta corriente filosófica: una vez que se adoptó la dicotomía, por más insistencia en su indisociabilidad, la recaída en el dualismo es inevitable.
Pero el problema no es sólo de orden terminológico. Porque la única manera en que la fenomenología puede captar la constitución biológica del ser humano es bajo la forma de la «corporeidad» como «correlato» para la conciencia (conciencia eidética en Husserl; conciencia perceptiva en su continuador izquierdista, Maurice Merleau-Ponty). Es decir, el cuerpo siempre es una exterioridad, algo que fundamentalmente no es yo, sino que es una realidad vivida por y a través de la actividad constituyente de la conciencia.
08. En El fin de la excepción humana –nuestro libro de cabecera para estos apuntes–, el filósofo francés Jean-Marie Schaeffer observa que la radicalización husserliana del proyecto de Descartes culmina el arco dibujado por una «estrategia de retirada» que se inicia con Kant, por la cual la filosofía acuartela sus pretensiones fundadoras en el ámbito de la filosofía del espíritu. ¿Por qué motivo? Porque el nacimiento de nuevos saberes científicos que tomaron por objeto el «espíritu humano» y sus producciones se convirtió en una amenaza:
Los primeros trabajos sobre el cerebro, los primeros pasos de la psicología experimental, más tarde el desarrollo de la sociología y de las otras ciencias sociales, fueron otras tantas empresas que, por diversas razones, avanzaron sobre el terreno de la filosofía del espíritu, arriesgándose a competir con ella en el mismo campo en que creía estar a resguardo de toda intromisión de saberes externalistas.5
Ante el avance de esos nuevos conocimientos empíricos, el sujeto trascendental fue erigido como una fortaleza impenetrable, inmune a los saberes externalistas: si el autoesclarecimiento de la conciencia fundamenta todo conocimiento, entonces la filosofía no puede ser vulnerada por –ni reducida al– estudio de las propiedades que caracterizan a los organismos biológicos. Recordemos la cita de Benítez y Robles: para la estrategia del cogito, la existencia de los cuerpos sólo puede explicarse por algún medio que vaya de lo conocido por la conciencia (lo mental, espiritual, inmaterial) a lo desconocido por ella (lo físico, corporal, material). De lo subjetivo a lo objetivo; del pensar al ser6.
Lo que tenemos aquí es un linaje filosófico (que, como mínimo, va de Kant a Heidegger7, pasando por Hegel, Husserl, Merleau-Ponty…) incapaz de asumir el imperativo ilustrado del sapere aude («Atrévete a pensar») ante los descubrimientos de esas nacientes áreas del saber. Semejante antinaturalismo radical de las filosofías del espíritu se volvió cada vez más insostenible, desde el punto de vista científico, a partir de un nombre mucho mejor digerido que sus tesis: Charles Darwin.
09. El origen de las especies (1859) redefinió el lugar del ser humano en el mundo viviente, tal como Copérnico redefinió el lugar de la Tierra en el universo. Gracias a la biología evolutiva, la identidad humana se establece en términos de una forma de vida biológica. Ni más ni menos que animales humanos.
Esto implica que no sólo tenemos un aspecto biológico: somos seres biológicos. De manera que nuestra historia se integra a la historia de la vida en la Tierra como la resultante reproductiva de generaciones de individuos. Por lo tanto, no somos el origen de la historia evolutiva ni su cúspide imperfectible; carecemos de toda esencia y no nos rige una finalidad.
Desde este punto de vista, la vida subjetiva reflexiva no puede tener un fundamento trascendental. La conciencia humana no puede ser autofundada y absoluta, sino apenas una propiedad funcional heterofundada y relativísima: resultado de una larga historia evolutiva marcada por las mutaciones aleatorias y la selección natural.
De hecho, que Descartes requiriera la idea «evidente» de un Dios verídico como garantía de todo conocimiento o que Husserl buscara refugio en el ego trascendental ante la «concatenación incesante de ímpetus ilusorios y de amargas decepciones» que veía a su alrededor8 no se explica por ninguna vía internalista, por más aptitud para la sutileza que presentare a la hora de hurgar en la conciencia. Se explica porque Descartes vivió a comienzos del siglo XVII y fue educado por jesuitas en La Flèche, mientras que Husserl escribió esas líneas en Alemania, a mediados de 1930. La conciencia no emerge súbitamente, ya lista para procesar la realidad bajo las categorías kantianas ni experimenta una sucesión de figuras hegelianas cuyo orden, dinámica y estatus se mantienen incólumes en todo tiempo, lugar y circunstancia. La génesis de la conciencia es histórica y biográfica:
el adulto es el adulto que es porque fue el niño que fue. Cualquiera que sea mi fuerza de reflexión autocrítica, jamás podré volver sobre lo que produjo «mi» acceso a la enunciación de ese «Yo» que se concibe como razón que se sabe a sí misma. Esta dimensión bio-gráfica que inscribe a aquel que soy juntamente en una genealogía biológica y en un estado histórico de una forma de vida no puede estar bajo mi dominio porque es constituyente de mi identidad.9
La estrategia internalista –iniciada con el cogito cartesiano y radicalizada en el ego trascendental de Husserl–, que toma como base de investigación al individuo concebido como sujeto autónomo y autofundado, se enfrenta así a otra perspectiva –esta vez concertada por saberes empíricos, la perspectiva que defendemos–, que toma como base a la especie biológica en la historia de lo viviente: la humanidad como población mendeleiana. Esto es, «como serie filogenética de organismos que se reproducen por la vía sexual»10.
10. Tomar a la humanidad como población mendeleiana, como «linaje que se engendra a sí mismo por autorreplicación»11, supone la unidad fundamental de la vida en el planeta como un hecho basado en, al menos, cuatro aspectos compartidos: utiliza los mismos «materiales» elementales, los mismos mecanismos moleculares y celulares, los mismos procesos de desarrollo y las mismas formas de reproducción.
Además, se trata de una unidad histórica de destino compartido: la vida apareció una sola vez en la Tierra y todo lo que hoy vive desciende de ese momento, que comenzó mucho antes de nuestra aparición como especie y que finalizará probablemente mucho después de nuestra desaparición. La vida resulta de un equilibrio entre la tendencia al cambio (mutaciones aleatorias, recombinación genética de la meiosis, flujo genético) y la tendencia a la permanencia (disminución poblacional de un alelo por deriva genética, selección sexual). En este sentido, el aumento de la complejidad de los seres vivos se engendra en la interacción ecológica, no en algún proceso teleológico. De manera que lo importante, para estos apuntes, es que somos una especie interfecunda, que evoluciona junto a las otras especies vivientes, animales y vegetales: nuestras bacterias son tan evolucionadas –es decir, tan adaptadas– como nosotros, no son bacterias paleozoicas sino contemporáneas.
A esa unidad de la vida en términos estructurales e históricos hay que sumarle factores azarosos que obligan a «desvíos» de la selección natural. Por ejemplo, súbitas catástrofes globales que eliminan especies y liberan nichos para evoluciones alternativas, como ocurrió hace 66 millones de años con los dinosaurios, extintos tras el impacto de un asteroide en la Tierra.
Desde esta perspectiva queda descartada toda excepcionalidad humana y, por tanto, todo privilegio otorgado a la conciencia como distinción de nuestra identidad en tanto especie. La aparición de facultades mentales humanas se produce como resultado de la evolución biológica. La conciencia no es el punto de partida. Es una consecuencia, un logro, una elaboración. Lo que se plantea enunciativamente como «Yo» en Descartes o en Husserl es siempre el producto de una biografía individual inscripta en una historia biológica y cultural. Mejor dicho: se trata de una historia cultural porque es una historia biológica.
A este respecto citamos el asombro del primatólogo y etólogo cognitivo holandés Frans de Waal:
Dado que la idea de la discontinuidad es esencialmente preevolutiva, permítaseme llamar al pan pan y al vino vino y etiquetarla como neocreacionismo. […] acepta la evolución, pero sólo a medias. Su postulado central es que descendemos de los monos, sí, pero sólo en cuerpo y no en alma. Sin decirlo explícitamente, establece que la evolución se detiene en la cabeza humana. Esta idea sigue prevaleciendo en las ciencias sociales, la filosofía y las humanidades. El neocreacionismo contempla nuestra mente como algo tan original que no tiene objeto compararlo con otras mentes, salvo para confirmar su excepcionalidad. […] Esta visión saltacionista (del latín saltus, «salto») descansa en la convicción de que algo trascendental tuvo que pasar después de que nos separáramos de los monos: un cambio abrupto sin precedentes en los últimos millones de años, o quizá aún más reciente. Aunque este suceso milagroso sigue rodeado de misterio, se le ha asignado un término exclusivo, «hominización», al que se alude con palabras del estilo de «chispa», «brecha» o «abismo». Por supuesto, ningún sabio moderno osaría mencionar una chispa divina, y menos aún de una creación especial, pero las raíces religiosas de esta postura apenas pueden disimularse.12
11. ¿Por qué esta serie de apuntes, diapositivas numeradas de dudosa coherencia secuencial, tendría algo que ver con el socialismo, con el pensamiento y la acción revolucionarios?
Para el futuro de la humanidad, el problema de la conciencia está en el centro de nuestras preocupaciones. Vemos con terror que las presunciones acerca de la dinámica del capital se cumplen y vemos, específicamente, que el país en que vivimos se desintegra poco a poco. Vemos que el problema no reside en esta perspectiva de la desintegración, que compartimos con millones de trabajadores, sino en la relación entre esa desintegración y la conciencia: Argentina se hunde año tras año, desde hace décadas, y la orquesta sigue tocando en la cubierta. No hay una relación alentadora entre lo que pasa en la cabeza de los seres humanos de la clase obrera argentina y lo que pasa en el cuerpo de esos mismos seres humanos.
Dicho en los términos de nuestra caracterización del principal enemigo de la clase obrera en Argentina13, ¿por qué millones de trabajadores siguen votando al peronismo cuando ese voto carece, por contraste con los saberes empíricos acerca de nuestra realidad social, de toda racionalidad? Respuesta breve: porque el sujeto no es sólo la conciencia.
12. Que Marx haya escrito, en su mayor obra científica, «No lo saben, pero lo hacen», indica que no estamos formulando un problema novedoso en la tradición socialista. Y que Freud se haya incluido, tras Copérnico y Darwin, como ejecutor de una tercera herida narcisista contra el ser humano para «demostrarle al yo que ni siquiera es amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconscientemente en su alma»14, también nos entrega un dato cierto acerca de lo poco novedoso que sería afirmar que las ideas NO dominan al cuerpo. Sin embargo, todas las corrientes burguesas opinan eso.
Afirman, por ejemplo, que la riqueza no es producto del trabajo sino de la actitud emprendedora. Oponen la producción material al deseo de tener15. Se trata de la teoría subjetiva del valor, según la cual el valor surge de las ganas, del anhelo, del significado que atribuye la conciencia. El economista austríaco Carl Merger lo presenta con cartesiana claridad:
valor es la significación que unos concretos bienes o cantidades parciales de bienes adquieren para nosotros, cuando somos conscientes de que dependemos de ellos para la satisfacción de nuestras necesidades16
Para esa concepción, el valor no es objetivo, no emana de otra fuente que no sea la conciencia del sujeto dadora de sentido. Parece una teoría husserliana del valor.
Afirman, por ejemplo, que un indígena hoy no es alguien que vive su cuerpo en términos de la realidad a la que remite su presunta condición, sino un sujeto que porta una abstracción mental, una cosa pensante, el ser mapuche (por ejemplo), imperturbable ante cualquier realidad material. No importa que viva en CABA y trabaje de técnico en electrónica. Si dice (o piensa) ego mapundungun, luego es.
Afirman, por ejemplo, que las mujeres no existen. O, lo que es lo mismo, que cualquiera que diga (o piense) ego feminae, luego es. Se ha roto así con la biología de manera tan absoluta que la sexualidad no es la expresión humana de la evolución biológica de las especies desarrollada durante millones de años sino… el resultado de una inspección interior autoesclarecedora, una autopercepción de la conciencia individual, una «vivencia interna tal como cada persona la siente».
Afirman, por ejemplo, que la lengua como sistema histórico y colectivo destinado a nombrar la realidad no existe. Que se pueden manipular morfemas y pronombres a gusto y capricho de cada individuo sin tener contemplación por la eficacia comunicativa, por la adecuación entre el nombre y lo nombrado, por las relaciones de retroalimentación entre el lenguaje y el pensamiento. (Y afirman que quien no esté de acuerdo es un odiador o un fascista).
Afirman, por ejemplo, que el consumo de productos culturales está guiado por la identidad conciente de cada individuo y no por la satisfacción de necesidades del cuerpo. Por esa vía se confunde el motor del cambio social (las necesidades culturales) con los medios para llevarlo a cabo (la lucha por un programa). Así, cuando Myriam Bregman agita la consigna «Te falta Rock» se apoya en varios errores, el peor de los cuales estriba en creer que el consumo de un determinado género musical equivale a sostener un proyecto de sociedad.17
Teoría del valor, lucha de clases, feminismo, lenguaje, cultura. Ahí tenemos algunas importantes regiones de la realidad en las que impacta sensiblemente la estrategia del cogito abrazada por la burguesía.
13. La idea de que los seres humanos estamos fundamentalmente determinados por el lugar que ocupa nuestro cuerpo –somos los que producimos óvulos: mujeres; somos los que producimos riqueza: obreros– y que, sobre el suelo de esa determinación, hay variaciones, nos exige el repudio de la tesis burguesa y cartesiana según la cual estamos fundamentalmente determinados por la conciencia.
Y nos exige colocarnos en un terreno distinto para formular los problemas: ¿cómo tratamos a la conciencia en un mundo continuista, que no tiene ruptura biológica evolutiva? ¿Qué hacemos, por ejemplo, con el concepto de «superestructura» (acaso una metáfora mal comprendida)? ¿Tienen sentido los planteos que suponen un esquema con hiato entre una conciencia-en-sí y una conciencia-para-sí? ¿Explican algo las teorías de la «alienación»?18 Ya no podríamos sostener que los demás trabajadores son unos tarados porque no quieren el socialismo. Sus cuerpos están marcados de una manera singular que deberemos interpelar como cuerpos y no como falsas conciencias.
Es más: esas conciencias –al igual que las nuestras, obviamente– son causalmente dependientes de dos tipos de realidades exteriores: el depósito filogenético de los registros interaccionales (la información en los genes que potencialmente produce acción, conocimiento y evaluación) y el depósito «tradigenético» de esos mismos registros interaccionales (las coadaptaciones culturalmente cristalizadas). Es decir, la actividad mental consciente existe gracias a la conjunción de una filogénesis y una ontogénesis neurológicas, y de una filogénesis y una ontogénesis culturales.
Teniendo eso en cuenta, ¿cómo pensamos la sociedad socialista y, especialmente, el tipo de organización política que pretenda conducir hacia esa sociedad?19
14. Quizá estamos equivocados. Pero tenemos una certeza: hasta ahora, el camino cartesiano no nos ha permitido obtener muchas victorias. La revolución rusa consagró una de las tantas maneras que Lenin pensó y dejó escritas acerca de las relaciones entre la conciencia de las masas y la vanguardia revolucionaria. Esa receta consagrada, canónica, hierática, fue pensada para un grupo de militantes acosados, maltratados y marginados. Lo mismo podemos observar acerca del Programa de Transición, que desde hace casi 90 años ordena la política y las consignas del trotskismo sin importar el contexto ni los resultados20. Es decir, se trata de maneras organizativas pensadas al amparo de la estrategia cartesiana y pensadas para otras biografías, otros cuerpos, otras conciencias.
Construir la organización y el programa socialistas para nuestro presente nos exige conocer, estudiar y comprender la sociedad en la que vivimos, la clase social a la que pertenecemos (los trabajadores concretos que nos rodean, no sólo sus determinaciones objetivas) y los fracasos del pasado –y del presente– para emprender de nuevo el viaje revolucionario, pero por otras vías.
NOTAS:
1 Presentamos el problema de esta degradación en varios artículos: «Escolares cada vez más brutos, robots cada vez más piolas» [click acá]; «La culpa no es del software sino del modo de producción» [click acá]; «Clavar el visto: a relacionarnos como cosas no se aprende en la escuela» [click acá].
2 Ante el triunfo de Javier Milei en el ballotage, un grupo de notables miembros del ámbito de la cultura progresista consideró más lúcido agarrársela con los votanters de La Libertad Avanza, entre los que se cuentan millones de trabajadores, que con la principal fuerza política responsable de habernos conducido hasta acá, el peronismo. «Ignorantes, imbéciles y zombis», escribió Aristarain en Página/12. «Ceden su Yo, sus ideales y hasta su pensamiento», reflexionó el filósofo Mario Casalla en La Tecl@ Eñe. «No se paren, que no ha llegado nadie», dijo Peteco Carabajal en el festival de Jesús María (Córdoba). Zombis descerebrados que votaron inexistencias, parece ser el mensaje de estos adalides de la cultura progre.
3 Laura Benítez y José A. Robles, «La vía de las ideas», en Ezequiel de Olaso (ed.) Del Renacimiento a la Ilustración, Madrid, Trotta, 1994, p. 111.
4 Mario A. Presas, «Introducción» en Meditaciones cartesianas, trad. Mario A. Presas, Madrid, Ediciones Paulinas, 1979, pp. 10-1.
5 Jean-Marie Schaeffer, El fin de la excepción humana, trad. Víctor Goldstein, Buenos Aires, FCE, 2007, p. 43. Trabajamos con este libro en una serie de reuniones que pueden verse en nuestro canal de YouTube.
6 «Para nosotros en el principio fue el ser, y sólo más tarde fue el pensar. Y para nosotros ahora, a medida que llegamos al mundo y nos desarrollamos, seguimos empezando con el ser, y sólo más tarde pensamos. Somos, y después pensamos, y sólo pensamos en la medida en que somos, puesto que el pensamiento está en realidad causado por las estructuras y las operaciones del ser». Antonio Damasio, El error de Descartes (La emoción, la razón y el cerebro humano), trad. Joandomènec Ros, Barcelona, Crítica, 2016, pp. 284-5.
7 El caso de Heidegger es paradigmático: al distiguir entre el ser y los entes, entre lo ontológico y lo óntico, y repartir esos ámbitos entre la filosofía y la ciencia («La ciencia no piensa», dejó escrito), realiza un nuevo esfuerzo por inmunizar a la filosofía del espíritu ante las amenazas que los saberes empíricos ya habían levantado contra el sujeto trascendental autofundado. La excepcionalidad del ser humano radicaría precisamente en ser el único ente capaz de interrogarse por el sentido del ser.
8 La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, trad. Jacobo Muñoz y Salvador Mas, Buenos Aires, Altaya, 1999,pp. 6-7.
9 El fin de la excepción humana, edición citada, p. 87.
10 El fin de la excepción humana, edición citada, p. 86.
11 El fin de la excepción humana, edición citada, p. 156.
12 Frans De Waal, ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?, trad. Ambrosio García Leal, Buenos Aires, Tusquets, 2016, p. 144.
13 Sencillito #34: «En sentido contrario a la burguesía»; Sencillito #41: «De la desazón a las tareas»; Sencillito #43: «Colore esperanza».
14 «18a conferencia. La fijación al trauma, lo inconciente», en Obras completas, vol. 16, trad. José L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, p. 261.
15 «la teoría [neoclásica] vincula la curva de demanda con una propiedad anclada en la conciencia y preferencias de los individuos. Por eso cada individuo debe ser capaz de ordenar sus preferencias de consumo con independencia de los precios y de sus ingresos. Lo cual exige que los individuos sean considerados átomos, encerrados en una racionalidad absoluta, sin vinculación con factor social alguno que pueda establecer una relación de interdependencia con los precios. […] La racionalidad de consumo y la forma de “maximizar la utilidad” del ingreso de un asalariado serán iguales a las de un campesino arrendatario, un banquero o un rentista». Rolando Astarita, Valor, mercado mundial y globalización, Buenos Aires, Kaicron, 2006,p. 21. Al igual que el sujeto trascendental de Kant, tan propio de un ciudadano de Königsberg como de un zulú en el África subsahariana, el agente de la teoría neoclásica es ahistórico y antinatural.
16 Carl Merger, Principios de economía política, trad. s/r, descargado delHispanic American Center for Economic Reserch [click aquí], pp. 82-3.
17 Desarrollamos esto en «El Conde: una película chilena y una metáfora universal».
18 Consideramos oportuno mencionar un ensayo del filósofo venezolano Federico Riu, Usos y abusos del concepto de alienación(1981), muy en sintonía con el libro de Schaeffer y con las apreciaciones de De Waal, en el que argumenta, en base al conflicto entre saberes empíricos y un cierto tipo de saber filosófico, que en tanto la alienación resulta inverificable, ni su concepto ni sus diversas teorías (Hegel, Marx, Fromm, Lukács, Sartre, Marcuse…) ofrecen forma alguna de conocimiento de la realidad.
19 Esbozamos algunas conjeturas al respecto en «La organización socialista».
20 «Ser de izquierda es sacar 2,6%. Si la izquierda argentina participara en una elección en Nagasaki, en agosto del 45, sacaría el 2,6%. No importa si cayó una bomba atómica; no importa si la población sale a la calle y rompe todo; no importa si hay una hegemonía burguesa consolidada; no importa si los votos se reparten en tercios, en cuartos o si un partido saca el 54%; no importa si nadie vota o si todos votan… Ser de izquierda es sacar 2,6%. La consecuencia virtuosa de esta impasibilidad es que la izquierda mantiene sus dos diputados, su espacio electoral y los recursos asociados.» ¿Dónde está el peligro? También elaboramos una crítica al trotskismo en tres partes: «La educación sentimental (política) del progresismo» (Parte 1), «Interrogar nuestra militancia» (Parte 2) y «El progresismo es opuesto al socialismo» (Parte 3).