La decisión acerca de qué hacer y, fundamentalmente, acerca de qué proponer hacer en el ballotage es la conclusión de un análisis previo que señala, evalúa e interpreta los elementos que están en juego en el presente para componer algunas presunciones y perspectivas relacionadas al futuro.
En general, con la mayor parte de los compañeros trabajadores, las diferencias no se encuentran en el análisis inmediato sino en algo más profundo: la opinión acerca de las posibilidades e imposibilidades del sistema capitalista para dar satisfacción a las necesidades del conjunto de la clase, es decir, para permitir la reproducción de la vida en condiciones que consideremos (de conjunto) aceptables. Nuestra diferencia con buena parte del resto de los trabajadores no es que aspiremos a un paraíso en la tierra mientras ese resto se conforme con la porquería en que vivimos. La diferencia estriba en que los socialistas prevemos un camino sostenido y cuesta abajo hacia la degradación y la miseria cada vez más profundas. En cambio, la mayor parte de la clase trabajadora cree, todavía hoy, que tocando tal o cual tecla correcta del sistema la cosa se puede arreglar.
Esa tecla puede ser «terminar con los chorros y los corruptos» o con «el Estado parásito», «dejar de emitir moneda» o acabar con «el gatillo fácil y la violencia institucional», frenar a «los productos que llegan del extranjero» o frenar a «los trabajadores que llegan del extranjero», repudiar «la deuda con el FMI» o poner fin al «centralismo porteño»… Cada una de estas presuntas soluciones, en toda su disparidad, descansa sobre un lecho común: la expectativa de que, aplicando algunas o todas esas soluciones, el capitalismo funcionaría para el beneficio de toda la población. No de manera perfecta, claro está, pero al menos permitiría vivir como se vivía décadas atrás. Y no es que se añore un edén despojado de crisis: se añoran épocas de crisis «tolerables» porque la que hoy vivimos amenaza, día a día, con hacer imposible la vida.
Naturalmente, a quienes piensan que el capitalismo se puede corregir les parece razonable, lógico, votar por la opción capitalista que más cerca esté de esa solución parcial y posible, de ese parche que dejaría las cosas funcionando más o menos bien, al menos como hasta hace unas décadas.
Con esos compañeros de la clase obrera tenemos una diferencia anterior y mayor que lo que se juega en el ballotage: no se trata de a quién votar, sino de la imposibilidad del capitalismo para ofrecer lo que esos compañeros esperan de él.
«Hay burgueses malos y burgueses buenos»
Otra cosa es lo que sucede con los compañeros que, de una u otra manera, declaran agotado este sistema, aunque sea formalmente. Con estos compañeros tenemos otra discusión: ¿es necesario, ahora, dedicarnos a un paso intermedio, a una etapa previa, antes de encarar resueltamente la batalla por el socialismo? Normalmente, ese paso intermedio se encuentra centrado en el «No pago de la Deuda». Pero hoy se presenta con una formulación extraña y dubitativa: «No votar a Milei».
Extraña y dubitativa porque, habiendo tres opciones en el ballotage (Milei, Massa, blanco/abstención), negarse a una implica que las otras dos son igualmente válidas. Se pretende así «acompañar» a los que no votan o votan en blanco y, también, «acompañar» (contrariando lo anterior) a los que votan a Massa, sin zanjar cuál de las dos opciones es la más beneficiosa (o la menos perjudicial) para el conjunto de la clase trabajadora. Esa indefinición es opuesta a la idea de conducción política. Y provoca críticas tanto por parte de quienes pensamos que no hay que apoyar a ninguno de los dos candidatos burgueses, como por parte de quienes piensan que es necesario apoyar decididamente a uno de los dos.
Ese tipo de planteos suele esgrimir como argumento la necesidad de «acompañar» a los «honestos» y «comprensibles» votantes de Massa. Lo cual implica considerar que la clase trabajadora puede apoyar con mayor validez o legitimidad a unos candidatos burgueses que a otros. Concretamente, que los muchos votantes de Milei en el conurbano profundo están equivocados de una manera cualitativamente distinta con respecto a sus vecinos, de los mismo barrios, que votan al peronismo. Por lógica, este acompañamiento a los votantes de un candidato burgués diluye la coincidencia manifestada con los millones que se abstuvieron o votaron en blanco.
Para el Nuevo MAS, por ejemplo, el voto a Massa en la primera vuelta «no es un voto en apoyo al candidato de UxP y a su ajuste, sino un voto contra el ataque a las conquistas sociales y democráticas que significa el candidato de extrema derecha». Por lo tanto, la organización trotskista saluda un «voto construido desde la clase trabajadora y no de los aparatos». Esta posición resume el núcleo de una interpretación asombrosa de la realidad: defenderse de un ataque verbal frontal contra «las conquistas sociales y democráticas» mediante un apoyo a quien efectúa ataques reales laterales contra esas mismas conquistas. Y considerar, a la vez, que puede haber independencia política… ¡en el partido del orden burgués! Justamente en unas elecciones que, teniendo en cuenta la merma de votos histórica del peronismo y la masa indiscriminada de recursos del Estado que Massa canalizó hacia su propaganda, debe ser la campaña con los votos más caros de la historia democrática argentina.
Otra interpretación asombrosa de la realidad estima que existe una «amenaza fascista». Pero como no dan los números para catalogarla de «fascista» (no hay masas movilizadas por un corporativismo estatalista con el fin de apalear obreros dispuestos a tomar el poder para instaurar el comunismo), se plantea que «no es fascismo clásico», que será en cualquier momento fascismo pero todavía no lo es, que se trata de «filofascismo» o que podemos hablar de un fenómeno «fascistoide», cuando no se recurre directamente a la palabra comodín «facho», que es la que mejor se presta para afirmar que algo es y no es al mismo tiempo.
A estos inconvenientes categoriales para dar con una ajustada caracterización del grupo de Milei, se suma el problema mayor que consiste en inclinar todos los análisis hacia un embellecimiento del peronismo. Porque, en el fondo, la demonización de Milei por las cosas que dice que hará, produce un efecto de simetría cosmética sobre la fuerza política que organizó la Triple A sin necesidad de prometer desaparecidos durante la campaña de 1973.
Ese embellecimiento no surge de la nada. Tiene historia y tiene método. Una larga y asentada tradición peronista, que se caracteriza por anular la memoria de los hechos comprobables, anular la memoria de la trayectoria histórica, anular la memoria del accionar de los dirigentes. Para esa tradición, legítima heredera de la doctrina social de la Iglesia Católica, lo único que importa es la homilía, el sermón, el discurso, el relato, las palabras, el chamuyo, la sarasa. Según este método, en el principio está el verbo. Por eso la única verdad es la realidad narrada, no la realidad vivida.
«Hay una negación mala y un vaciamiento bueno»
Una consecuencia importante de este modo de iniciar los análisis es que la negación resulta aterradora, pero el vaciamiento de sentido resulta aceptable. Por eso escandaliza que Milei niegue abiertamente el genocidio pero se acompaña con respetuoso silencio la entrega de una parte de la ESMA, más precisamente, el crematorio donde eran llevados los compañeros asesinados (una porción de los 30 mil) para que un emprendedor privado organice un espacio de diversión y esparcimiento. Escandalizan los dichos negacionistas pero no escandalizan los hechos negacionistas.
Por supuesto que aquí no se trata de minimizar los dichos de Milei. Se trata de no esconder la verdad sobre el carácter del actual gobierno. La impostura del peronismo es tan eficiente que ni siquiera oculta el episodio (el video de Olé mostrando el nuevo destino divertido y jovial de parte del Espacio de Memoria se encuentra disponible a sólo un click). Le alcanza y le sobra con la vocinglería progresista para hacer pedazos esa porción de nuestra historia, para reducir a escombros ese testimonio, para anular mediante un negocio ese yacimiento de pruebas.
Y, hablando de pruebas, está la cuestión de los archivos de la dictadura: ¿no es importante su apertura? ¿No es un atentado contra la memoria mantenerlos bajo llave y ocultos? Si los archivos de la dictadura permanecieron cerrados durante estos 40 años de democracia, ¿la única fuerza política «negacionista» es la encabezada por Milei?
Otra expresión de esa actitud propia del «giro lingüístico» que atiende más a las palabras que a los hechos, que atiende más al nombre que a lo nombrado, se ve en el tema de los planes sociales. Mientras haya «planes», mientras exista algo con ese nombre, parece importar poco y nada su realidad efectiva: poco importa, por ejemplo, que esos planes formen parte esencial –desde hace años– de un proceso sistemático y constante de «inclusión» y acogida de un número creciente de trabajadores expulsados del empleo registrado; mientras que, al mismo tiempo, el poder adquisitivo de esos planes decrece sistemática y constantemente. Es decir, poco importa que los planes compongan un sustento cada vez menor para un número cada vez mayor de trabajadores empujados a la indigencia. Poco importa porque, mientras exista algo con ese nombre, a los trabajadores se les podrá pedir silencio, sumisión y un voto para el peronismo.
La homilía peronista supone que basta con decir que defiende los derechos para atribuirse una monopólica, dadivosa y venerable creación de todos los derechos. Aun siendo el partido y el gobierno que le negó el derecho a la interrupción legal del embarazo a las mujeres de este país, al costo de millares de mujeres muertas (para los que dicen preocuparse por la represión y las muertes), durante 25 años de gobierno en este período democrático de cuatro décadas. Si en sus dichos Milei es enemigo de la ILE, en los hechos cada mujer que murió por un aborto clandestino entre 1989-1999 y entre 2002 y 2015 es responsabilidad del partido que ahora pide confianza para defender derechos.
Otro ejemplo que ilustra, entre tanta desesperación, cómo el árbol de la palabra tapa el bosque de las medidas de gobierno es el Impuesto a las Ganancias. Fue Juan Domingo Perón quien inventó que el salario es ganancia y le puso un impuesto. Después de robarnos durante décadas, el mismo partido que lo instituyó lo elimina, por mero cálculo electoral, y se atribuye el mérito de un macho golpeador que reclama agradecimiento por llevar a su víctima al hospital.
En esta preeminencia del sentido de las palabras y sus amenazas performativas por sobre las concatenaciones reales de los hechos y los acontecimientos, se pierden por completo las condiciones sociales en las que surge Milei, y se disimula o camufla a los autores políticos de esas condiciones. Milei no es un fenómeno autogenerado. Es hijo de la catástrofe perpetrada por el gobierno peronista. Ocupa el lugar que deja al descubierto la crisis de la vivienda, del crédito, el desastre sanitario y educacional, los planes sociales con valores insignificantes y decrecientes, la pobreza de 40% y en ascenso, la inflación del 140% y en ascenso… Todo eso mientras Chocolate Rigaud recauda, en bolsas de residuo, de cajeros automáticos y a la vista de todo el mundo, millones de pesos por día del erario público para los políticos burgueses, mientras los políticos burgueses como Insaurralde disfrutan de la buena vida –que no es la nuestra– navegando por las costas del Mar Mediterráneo.
No se trata de que Milei no sea peligroso. Se trata de no ocultar, detrás del peligro en potencia que Milei representa, los peligros en acto que el peronismo presenta.
«Hay un Milei malo y un peronismo bueno»
En un club considerado «modelo» como es Vélez Sarfield, las elecciones de estos días ya han exhibido el grado de violencia y poder de fuego disponibles: si hay elecciones, hay también fraccionamiento entre los barras porque deben apostar al bando con el que «trabajarán». El oficialismo se dividió (porque a un club en decadencia se le achica la torta para repartir) y ya hubo golpes, balazos y heridos en el cierre de campaña de la lista oficialista. La lista opositora, que «democráticamente» repudió el ataque, se encuentra orientada por el ministro de Producción, Ciencia e Innovación Tecnológica de la Provincia de Buenos Aires, Augusto Costa, y lleva como candidato al empresario Fabián Berlanga. Todo club de fútbol profesional en Argentina tiene dos cosas: una barra violenta en la tribuna y un político peronista en la comisión directiva. Cualquier ambición de cambio social debe contemplar con mucha inquietud este reservorio de violencia mercenaria.
¿Por qué? Porque en términos de realidad efectiva, de hechos históricamente comprobados, el candidato mejor preparado para ejercer la represión de manera eficiente en este país es el candidato del peronismo. Un partido que en la Masacre de Ezeiza demostró su indubitable voluntad para disciplinar a la tropa, propia y ajena. Un partido pionero en aplicarles picana eléctrica a mujeres trabajadoras durante la huelga de telefonistas en 1949. Un partido que no dudó en «limpiar» de población sobrante el territorio nacional ejecutando la masacre de Rincón Bomba. Un partido que con la Triple A supo anticipar los métodos de la dictadura militar enseñando cómo se deben hacer las cosas. Un partido que dio cátedra, con el pacto para investigar desde el 24 de marzo de 1976 y no desde el 25 de mayo de 1973, acerca de cómo garantizarse la impunidad de sus crímenes. Un partido que, con la masiva y longeva ola menemista (una década ganando todas las elecciones), despejó todas las dudas acerca de su pericia para ejecutar planes de restructuración capitalista y de ajuste contra la clase trabajadora diciendo que haría exactamente lo contrario. Un partido que, durante la presidencia de Macri, hizo docencia de gobernabilidad burguesa asegurando el éxito de las medidas de un gobierno nacional con minoría en las dos cámaras del Congreso.
El peronismo dejó claro que sabe reprimir y matar –nosotros no olvidamos a Mariano Ferreyra–, que cuenta con sicarios y con barras bravas. Pero además demostró que no importa lo que se diga en los discursos ni la imagen con que se presenten los políticos ante la población: lo que importa es la eficacia de este aparato institucional de contención imprescindible para aplicar lo que la burguesía necesita.
Tampoco parece importar que, en buena medida, Milei sea un invento de Massa y que eso le permita al gobierno hacerse con muchos de los concejales o diputados que integran sus listas. O que los fiscales hayan sido brindados, en gran medida, por intendentes peronistas o por sectores de la burocracia sindical peronista, que ahora vuelven a acomodarse junto a Massa.
Milei es repudiable. Y el peronismo no es una garantía democrática. En todo caso, el peronismo es el constructor de estos «fascistas», con y sin comillas. Fascistas propios y ajenos. Pensemos un momento en sus más conspicuos sindicalistas, como el colaboracionista de la dictadura Gerardo «Batallón 601» Martínez, a quien vimos celebrando durante el festejo de Massa luego de la primera vuelta y al que el progresismo propone entregar la defensa de las libertades democráticas. ¿Es eso realmente un plan para no caer en el autoritarismo? ¿Tanto ha cambiado lo que opina la izquierda de la burocracia sindical? ¿Ni un poco de rubor por los compañeros que esos asesinos masacraron?
Milei no oculta su simpatía por regímenes carentes de libertades políticas, aliados del bloque geopolítico encabezado por EE.UU., como el régimen dictatorial de Arabia Saudita. Por su parte, las simpatías del peronismo oscilan entre ese bloque, alineado con los asesinos de la población civil en Gaza, y el relato edulcorado acerca de la situación de la clase trabajadora, las mujeres y las minorías en China. Lo mismo sucede con la noticia de esta semana en Nicaragua, donde Ortega intervino a la Corte Suprema con la policía, sin dejar de hablar de las virtudes de la democracia.
No se trata de ideología ni de discurso. Se trata del poder y del partido del orden burgués en Argentina. Así lo ve la burguesía internacional que, desde China hasta EE.UU. y desde Israel hasta Brasil, esperan que gane el que garantiza negocios y explotación.
¿Eterno resplandor de una mente sin recuerdos?
No importa el hecho de que el actual gobierno peronista tenga más desaparecidos que Macri. Desaparecidos menos notorios, porque el progresismo no ha llamado la atención sobre esos casos mediante marchas masivas ni coloca las imágenes de Cecilia y Facundo en sus redes… Sin embargo, se trata de desaparecidos y la responsabilidad no es de Milei.
No importa que el gobernador de Jujuy haya sido un represor autoritario y «fascista» cuando eso sumaba apoyo al peronismo. Porque ahora, que suma apoyo a su viejo amigo Massa, se ha convertido en un demócrata (sin esta conversión, el supuesto paladín de los derechos que candidatea el peronismo estaría aceptando la simpatía y el apoyo de un represor autoritario y fascista).
No importa que Massa apuntale su poder en los señores feudales paleo cristianos del norte grande, que obligan a parir a niñas violadas, que abusan de sus empleadas, que se rodean de punteros femicidas y que tienen como máximo exponente al eterno demócrata Gildo Insfrán.
Tampoco importa que el poder territorial sea voluble y mercenario. Y que, precisamente por eso, represente una dificultad para el programa de Milei: ese poder no se deja disolver, hay que comprarlo. Lo mismo sucede con la burguesía argentina, tanto la grande como la pequeña, para cuya subsistencia –no para su desarrollo– depende del complejo entramado de subsidios que el programa liberal debería desactivar.
Ninguno de estos elementos, nada de este cuadro complejo, importa. Cuando las palabras dominan la realidad o la crean mágicamente, los análisis se limitan al discurso, a la deconstrucción de textos, a la interpretación de lo que se declara.
Si descontamos la historia del peronismo y la Triple A. Si descontamos su burocracia sindical y sus gobernadores antediluvianos. Si descontamos su antifeminismo histórico y las centenares de muertes anuales en tributo a su cristianismo genético. Si descontamos las María Soledad Morales y las Cecilia Strzyzowski, los Julio López y los Luciano Arruga. Si descontamos a Mariano Ferreyra y a Teresa Rodríguez, la Masacre de Pacheco y la Masacre de Ezeiza. Si descontamos, sobre todo, el 40% de pobreza en crecimiento, el 140% de inflación en ascenso, el endeudamiento interno que tras las elecciones no habrá con qué pagar. Si descontamos el delirio económico profundizado para intentar ganar las elecciones (delirio que sabemos que estallará, porque todas las variables están contenidas y distorsionadas). Si descontamos el peso de las instituciones para forzar decisiones o impedir gobernar (como bien lo supo Alfonsín, con propuestas muchísimo más tibias que las de LLA). Si descontamos el peso de las CGT, las CTA, las UTEP; el peso de los movimientos sociales oficialistas, las intendencias… En fin. Si descontamos de nuestro análisis la materialidad de la vida misma, si borramos todo lo que ha sucedido en este país durante el último medio siglo pero, fundamentalmente, si descontamos todo lo que ha sucedido en los últimos 20 años y, mejor aún, si olvidamos por completo los últimos 4. Si hacemos todo eso y nos remitimos únicamente a las palabras, entonces, quizás, el peronismo parezca menos amenazante que Milei.
Eso sí, será imprescindible referirnos exclusivamente a las palabras de los últimos minutos, eliminando todo lo que Massa dijo antes, suprimiendo también todo lo que hasta hace poco sus actuales seguidores decían sobre él.
Sólo de esa manera, tras un esfuerzo de esa magnitud, conquistaremos esa suerte de Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos que nos permitirá preocuparnos por un eventual gobierno de Javier Milei y no preocuparnos, igualmente, por uno de Sergio Massa.